[MARGARET] . NOTAS PARA UN TRATADO SENTIMENTAL DE LA VIDA PÚBLICA.

I love argument, I love debate. I don’t expect anyone jus to sit there and agree with me – that’s not their job”.

If you want something said, ask a man. If you want something done, ask a woman” (Margaret Thatcher).


[Pablo Sánchez Chillón, Urban Planning Lawyer, International Speaker & Strategy and Public Affairs Advisor. Pablo is Co-founder of Sánchez Chillón Law Office & the Think Tank Foro Global Alicante (Spain). He works as a part-time advisor to the municipality of Alicante (Spain) / Use the link to contact Pablo].



I. Margaret Hilda Robertson.-

Hay en el segundo volumen de las memorias políticas de Margaret Thatcher, titulado “The Path to Power” (“El Camino hacia el Poder), (Harper Collins, 1995) y escrito una vez abandonado el ruido y la furia de Downing Street, algunos detalles sorprendentes sobre la personalidad de la Ex – Primera Ministra británica, que, acaso, la humanizan ante nosotros más allá del cliché de Dama de Hierro con el que ha pasado a la historia.

No nos engañemos; el atento y experimentado lector de memorias políticas pocas veces se deja engatusar por las trampas, la recreación de hechos y personas y el maquillaje que abundan en estos volúmenes memorialísticos escritos a toro pasado, cuando el ilustre personaje retratado piensa ya, en el otoño de sus días en su legado, en ese perenne recuerdo de su persona y su obra que quedará cuando ya no esté y que constituye, creedme, junto al sentimiento embriagador de ejercer el poder, el verdadero motor inmóvil de toda carrera de honores de un político contemporáneo, excluidas de la ecuación las cuestiones de abrigo, intendencia y manutención.

Escribir un libro de memorias es, casi por defecto, la primera ocupación de un Ex –Presidente en ejercicio de ese período de libertad condicional de la política que se inaugura al día siguiente de abandonar el poder. Casi todos los mandatarios han sucumbido a la rentable tentación de ejercer una cierta custodia de su herencia política desde las páginas de un volumen autobiográfico, a la vez que retienen, aunque sea en el efímero e infiel mercado editorial, un punto de atención sobre sí mismos aun a costa de ajustar cuentas con la verdad conocida desde esa posición de expertise intocable en la que se sitúan al dejar el cargo.

No es la primera vez que uno encuentra (y perdona) en un libro autobiográfico forzosas recreaciones de hechos, eventos y perfiles de personalidades que acompañaron a la vida pública de quienes nos gobernaron, como si con este ejercicio de inocente revisionismo retardado plasmado en las páginas de un texto pulido en la intimidad del hogar, hicieran las paces con un pasado que no les gusta o que les impide progresar adecuadamente en otras facetas profesionales de una vida distinta y desubicada con respecto a la que llevaron cuando todos les escuchábamos en el cenit de su ejecutoria pública.

Sic transit gloria mundi, pues si de altísimos dignatarios hablamos, y como tuve ocasión de publicar hace unos meses citando a John Quincy Adams, “Nada hay más patético en la vida que un Ex – Presidente

Desde luego, mientras en el vértigo de su mandato los Presidentes ciñen su corona y conducen al país por las procelosas aguas de la política doméstica e internacional, su horizonte emocional se estructura, fundamentalmente en torno a los aplausos y risas de sus correligionarios (algún día tendremos que hablar abiertamente de las sonrojantes muestras de endoso partidista que la política actual, tan extremada y superficial, nos deja en redes sociales), por un lado, así como al calor de las invectivas y enmiendas totales de los contrarios y opositores, en un marco moderadamente aceptable de respeto institucional por el cargo de Presidente y por lo que aquél representa en nuestras democracias.

Sin embargo, todo cambia de un día para otro, cuando, quienes encarnaron el poder político y paladearon la intensa, mareante e imperecedera vivencia de su ejercicio han de abandonarlo, cediendo casa y hacienda a otro líder dispuesto a imponer su visión y programa políticos y a tratar de forjar su impronta y legado a costa de borrar el de su predecesor, como esos grafiteros pertinaces que emborronan la obra de otros para recordarnos su audacia, su pujanza y la vigencia de su arte y su mensaje. Cuestión de flow.

En todo caso, pasada la fiesta y la ceremonia y rendido el solemne protocolo de despedida algo resulta inmutable: es duro marcharse del poder, como lo es suceder a quienes lo detentaron previamente.

En efecto, y más allá de las vivencias personales de cada Ex -Presidente y la oportunista sinceridad de unos u otros mandatarios al reflexionar sobre su condición actual de pensionistas, lo cierto y verdad es que no hay en nuestras democracias un oficio más incómodo, ingrato y notoriamente desubicado, que el de Ex -Presidente. Los habrá más peligrosos, sufridos y onerosos, pero si de medir la ingratitud y la desubicación se trata, los Ex-Presidentes, y en este caso también, la Ex –Presidenta Thatcher, de la que pronto me ocuparé, al momento de abandonar su trono ganan por goleada.


II. Políticos: humanos, tan humanos.-

Volviendo al plano de las emociones y al de la personalidad revelada de los personajes políticos, y a los hallazgos que encontramos en el libro de Thatcher, la hija más famosa de la localidad de Grantham (35.000 habitantes) con permiso de su paisano Isaac Newton, debemos concluir que con The Iron Lady se vuelve a verificar aquello de qué poco logramos conocer, a veces, de las personas que sostienen, con sus virtudes y sus vicios, el armazón de los personajes públicos en los que terminan convirtiéndose por su exposición a los rigores mediáticos de su cargo.

Acompañando a la Sra. Thatcher en sus recuerdos de infancia y juventud y en su resuelto cursus honorum hasta el número 10 de Downing Street, lo que nos sorprende y desarbola es la indisimulada coquetería de una señora del rural británico, esa confesa afectación que brota entre tanta formalidad y tanta pompa y circunstancia como rodea a la ortodoxia política británica, y que termina por entregarnos algunos detalles de convencionalismo y galantería de esa Margaret Hilda Roberts, la hija de comerciante nacida en 1925 devorada por el personaje Thatcher, que terminan por humanizar a esta figura clave del último tercio del siglo XX.

Así, decimos, entre otros muchos fogonazos de naturalidad, sorprende leer en ese texto publicado en 1995 cómo una de las principales preocupaciones cotidianas de esa Dama de Hierro que doblegó con sus rígidas formas y su férrea ejecutoria pública el pulso de una generación de mineros huelguistas, de otra de verbosos opositores laboristas y de no pocos compañeros conservadores que no la soportaban y la temían, no era otra que la de combinar, con metódico deleite, sus prendas –sombrero, vestido, zapatos- para los actos públicos, los mítines o las sesiones de los Comunes, extremo éste en el que se mostraba tan presumida como conservadora y resuelta.

Igualmente, allí donde otros recurrían a la oración, el estudio o la experiencia, la Sra. Thatcher, una mujer sobria de hondo espíritu religioso, no olvidaba endosar en las ocasiones importantes de su vida pública su collar de perlas de la suerte, al que en momentos de zozobra política o antes de iniciar cualquier proceloso parlamento o negociación echaba mano, con la seguridad del marino que se aferra con mano firme al timón de una nave que termina por dominar en el fragor de la tormenta.

Thatcher, como Adenauer, Andreotti (algún día tendremos que hablar de Andreotti) o el impecablemente humilde Pepe Mújica, por citar 4 personajes marcadamente originales de la política del último siglo, fue un ser contradictorio, sobre-expuesto al escrutinio público y tan enigmático como atractivo para sus contemporáneos, que trataban de inferir, detrás de la fachada del personaje, algunos rasgos de su personalidad, brochazos de cotidianeidad que los acercasen al común de sus compatriotas.

Si la señora Thatcher, como cualquier vecina de mediana edad, perdía el oremus por las vajillas de porcelana, este detalle de imperfecta convencionalidad de este gigante político del siglo pasado, terminaba por acercarla y conectar con su electorado, que a estas técnicas tan elementales de complicidad pública se recurría en la era previa a Internet.

Y es que, entonces, como ahora, nos ponen los políticos. Nos entretienen y ocupan. Los necesitamos, tal vez, como vía de escape, como esa imagen deterioriada de nuestro Dorian Gray que nos devuelve el espejo antes de destrozarlo hasta hacerlo añicos. Los denostamos y machacamos porque así evitamos autolesionarnos con la crítica y reconocernos imperfectos, y si lo somos, acaso, menos que ellos.

Así, como ciudadanos, como integrantes del demos, somos duros con ellos, con sus privilegios y prebendas. No llevamos bien su incapacidad para resolver de manera sencilla problemas complejos que cualquier cuñado solventaría sin despeinarse. No soportamos, tampoco, que no hayan trabajado en otra cosa ni aceptamos que sean una casta no programada para alcanzar acuerdos en beneficio de todos. Cuando desarrollamos esta tesis al calor de una cerveza en la barra de un bar o en la sobremesa en casa de los suegros poco nos importa que en el fondo, los sean personas como nosotros, generalmente bienintencionadas y muy dedicadas, quienes se dedican a la política, incapaces de admitir, en esa encendida exposición detallada de sus fallas y defectos que solemos bordar a la tercera caña, que alguien tiene que hacer un trabajo que tiene mucho de incomodidad, renuncia y extraordinaria responsabilidad. Con todos los matices, obviamente.

Sin embargo, prestos como estamos a despellejarlos, nos gusta ver también que son personas reales, con hipoteca y mascota, que vibran con su club de fútbol y saben de música indie o se emocionan con la penúltima versión de un clásico perpetrada por Rosalía.

Nos enternecemos cuando se esfuerzan por jugar al dominó, cuando beben de un porrón en una feria regional, cuando aparecen en mallitas de correr entre nosotros, cuando hacen la compra en el supermercado en jeans o cuando nos interpelan, con toda la gravedad y la hondura, con ocasión de alguna catástrofe nacional. Son, al fin y al cabo, como nosotros, aunque asumiendo la obligación de soportar nuestras invectivas y desaires, que para eso también los hemos elegido.

Quizá por ello, y porque nos necesitan, nos enredamos, cada vez que, como ahora, un proceso electoral se abre, en una espiral de sentimientos y pasión desbocada con la clase política, que trata de tender puentes afectivos con nosotros, inaugurando en nuestros días, al calor de las redes sociales y el maldito tiempo real, una era de la política sentimentalizada tan intensa como nunca antes la habíamos conocido.

Esa sentimentalización de la vida y la conversación pública, que ha provocado un desbordamiento emocional y una conquista por la subjetividad de la esfera política, y que lleva camino de desterrar a la razón como fundamento de las decisiones electorales de unos individuos cada vez más polarizados y de laminar, a su vez, el concepto de centro político como el fiel de la balanza de necesario equilibrio de nuestro sistema está, igualmente, en la base de los populismos y la construcción artificiosa de la verdad (esa postverdad que ha terminado por ahormar los hechos a los argumentos) que todo lo mancha y contamina.

Este borbotón sentimental, trufado de amores y odios al hermano y al adversario que se vierten sin control en repositorios digitales, ha encontrado en otro fenómeno contemporáneo como la espectacularización de la política, de la que nos ocuparemos más adelante, un aliado inesperado en este proceso de trivialización y colonización banal de la esfera pública.

Así, al calor del despliegue tecnológico y del triunfo de una cierta ensoñación sobre el alumbramiento global de la era del poder desintermediado (fundada en la vaporosa tesis que defiende el concepto de empoderamiento digital, en virtud del cual, los ciudadanos, organizados espontánea y horizontalmente a través de plataformas y dispositivos tecnológicos, asumen un papel determinante en la organización de la vida pública sin necesidad de recurrir a las instancias que atesoran el poder representativo en todos los órdenes de nuestra sociedad) nuestra vida pública se ha llenado de sub-productos tan generosamente distribuidos como lo políticamente correcto, el lenguaje institucional romo y asexuado plagado de lugares comunes, la deificación de las denominadas soft-skills (esas habilidades blandas que saben explicar como nadie algunos gurús con cachés abultados), la demonización cainita del antagonista y todo lo que representa, y la sobre-exposición personalista de los líderes públicos en múltiples plataformas y dispositivos, han terminado por ofrecernos un paradigma del liderazgo político irreconocible para nuestros padres y casi para quienes pasados los 40 años nos vemos obligados a correr, angustiados, detrás de los hechos en entornos transmediáticos y multipantalla.

Nadie dijo que el apasionamiento político no fuese un contrapunto necesario de la razón en el proceso de socialización política del individuo; aun al contrario. Lo que pasa es que hoy, al calor de esos debates públicos vividos a flor de piel, reducidos a la contraposición de blancos y negros sin matices y de las interpelaciones permanentes a los sentimientos de los electores, hemos entrado todos en una época de confusión total en la que medran los populistas, el efectismo y los mentirosos, y a casi nadie parece preocuparle.


III. Te quiero, cari.

Llegados a este punto cabe preguntarse ¿dónde está el límite para ese caudal desbocado de afectos y complicidades entre la política y la ciudadanía? ¿vale todo para conectar con un electorado escéptico y desencantado? Si atendemos a lo que sucede en nuestro entorno, parece que sí.

En primer lugar, el personalismo, el liderazgo fuertemente construido alrededor de un sujeto cuasi-omnímodo que se sitúa por encima de sus pares y cuya emanación más común, si de política hablamos, es el presidencialismo con todas sus variantes territoriales y sus piruetas narrativas, ha terminado por imponerse en nuestra vida pública, aun a fuerza de retorcer el significado y alcance de nuestro sistema político y electoral, urdido al calor de las inercias y servidumbres de un partidismo coral y distribuido.

En efecto, vivimos una época en la que, más allá de la estrategia de relaciones públicas y de los planes de contingencia y hojas de ruta de los asesores, la ejecutoria comunicativa del nuevo liderazgo político, antaño predefinida por manuales de estrategia y años de experiencia de spin-doctors, ha terminado por ceder ciertos espacios de libertad y espontaneidad para el líder y su equipo más cercano, que la utilizan indiscriminadamente para presentarnos la versión más genial y auténtica del personaje político, de la persona y personaje del candidato, con una vocación por trascender e impactar en un mundo global y conectado 24 horas al día, con los peligros que ello conlleva.

Esto coincide, además, con la irrupción de aquello que algunos han caracterizado como la era de la post-política, en la que a la pérdida de legitimidad y capacidad de intermediación de los partidos políticos, convertidos en monolíticas maquinarias electorales, se une la arribada del líder independiente y sin ataduras que está de paso por la política y que es capaz de transmitir la ilusión de un proyecto de país, basado, a partes iguales, en la promesa de regeneración de un sistema caduco que hace aguas y en la proyección de su magnetismo personal, empezando a perfilar un horizonte de una verdadera política sin partidos.

El caso del Primer Ministro canadiense Trudeau, cuyas genialidades y permanente presencia en los medios ha terminado por difuminar el mensaje y labor del Partido Liberal al que pertenece (y de quien publiqué este celebrado artículo hace unos meses, seducido por sus andanzas), o los más peculiares episodios de Trump y Macron, dos líderes sin partido ni intención de tenerlo, al timón de dos de las naciones más potentes del orbe, ponen de manifiesto la emergencia de una nueva franquicia política electoral que se construye sobre la figura de unos personajes independientes, preparados, resueltos y en su mejor momento vital, capaces de rodearse de los mejores talentos de los que pueda disponer una nación, y de apelar a la sociedad sin utilizar emisarios o estructuras, tampoco las partidistas.

Esta realidad coincide, además, con el regreso de los populismos (si alguna vez se fueron) y la irrupción de las fake news, que han contribuido a excitar y recalentar el debate público hasta cotas desconocidas, alentadas por los últimos desarrollos de la Inteligencia Artificial que es capaz de poner en tu boca (y en la de los mandatarios globales) palabras y afirmaciones que nunca pronunciaste pero que la pantalla de tu móvil te devuelve con inquietante nitidez.

Si a estos antecedentes se les añade la conciencia de estar entrando en una era de la post-política, la anti-política y los híper-liderazgos, en la que a la pérdida de legitimidad y capacidad de intermediación de los partidos políticos, convertidos en monolíticas maquinarias electorales y terreno abonado para las servidumbres menos edificantes, se une la consolidación de una suerte de caudillismo soft alrededor de un personaje público carismático y regenerador, podemos pensar que nos asomamos a un horizonte de una política sin partidos, verdadera terra incognita para tantos de nosotros.

Trump, Bolsonaro o Salvini, o los celebrados Macron o Jacinda Arden, son sólo algunos de los maestros de ceremonias de esta nueva era de liderazgo político reconcentrado alrededor de un personaje carismático crecido en la periferia de las organizaciones partidistas, y muchas veces a costa de aquéllas, que sólo recurre a la retórica y las estructuras de partido cuando o bien las necesita o cuando no tiene más remedio.


IV. Viviendo en la Tecno-Era Pop de la Política.

Margaret Thatcher leía teletipos y veía la televisión cuando aquélla no emitía cartas de ajuste en aquel tiempo solemne y ceremonioso de los años 80 del pasado siglo en el que ciñó su cetro de poder en el Reino Unido (gobernó entre 1979-1990). No conoció en ejercicio de su magistratura la popularización de Internet ni convivió con compañeros de bancada de Gobierno adictos a las Stories de Instagram o a los bailes en Tik Tok. Con lo que hoy sabemos y sufrimos, cabría decir que mejor para ella; su sobria educación metodista no lo habría resistido.

En nuestros días, la irrupción de la tecnología digital, la experiencia de la democracia del tiempo real y las urgencias de la conectividad ubicua y personalizada que hacen que perdamos el oremus por ganar una raya de cobertura han transformado, también, la puesta en escena de la Comunicación Política, así como la entidad y contenido de los mensajes en los que liderazgo e imagen pública se combinan para generar un producto atractivo para el elector/espectador.

En este proceso, y pese a que pueda parecer paradójico, la verdad, la autenticidad y la calidad del debate en la esfera pública son tres activos a la baja en los mercados globales de la política, especialmente en tiempo de campaña electoral, cuando se activa (oficialmente) esa maquinaria milagrosa que permite traducir en escaños y carteras gubernamentales lo que la gente piensa, prefiere y acaba votando.

En estos tiempos de activismo político y campaña permanentes, y una vez reducida la apertura solemne de un proceso electoral a la condición de rito convencional y pura formalidad democrática, o a la de mero episodio folclórico para incondicionales de la pegada de carteles, la incorporación de los últimos desarrollos tecnológicos al universo de la política y sus aledaños ha trastocado, y mucho, la forma de enfocar y acometer un proceso de selección de elites políticas para nuestras instituciones.

Con ello se ha producido, igualmente, un cambio radical y perceptible en el modo en el que se diseñan y distribuyen globalmente los mensajes políticos, así como en los métodos y herramientas para llegar a un electorado cada vez más afinadamente ordenado y categorizado en función de la valiosa información que provee hoy el tratamiento masivo de la información obtenida por múltiples canales, y que permite, en suma a los candidatos y a los partidos adoptar, adaptar y dirigir hacia la audiencia como certeros proyectiles, determinados relatos y estrategias para los que antes sólo cabía el recurso a las enseñanzas de las series demoscópicas y a la intuición de los más veteranos de las organizaciones políticas, curtidos en mil batallas electorales.

Ello no excluye, en absoluto, como ya se ha apuntado, el recurso a los viejos trucos y artefactos de la comunicación política y electoral, pero la tecnología ha forzado un cambio radical del escenario y una sofisticación de los métodos y los procesos que conectan al candidato, lo que dice, lo que hace (y lo que no hace o insinúa) con los electores, que terminan por convertirse, en numerosas ocasiones, en meros píxels que se mueven, parpadeando, en las pantallas de los estrategas electorales.

El big data ha llegado a los cuarteles generales de las organizaciones políticas y con él una generación de profesionales ajenos a las estructuras partidistas sobre cuyo trabajo de procesado de información, de combinación de algoritmos y de proyección de escenarios se funda, de manera creciente, la estrategia comunicativa de los líderes políticos, dando pie a nuevas realidades, como lo son, sin duda, los frecuentes amagos discursivos y los pragmáticos giros de timón entre nuestros líderes que sólo pueden explicarse sobre la base de un conocimiento pluscuamperfecto de las tendencias y preferencias del electorado, examinado bajo múltiples perfiles y enfoques en tiempo real. Ellos ven lo que tú no ves y saben lo que tú no conoces, aunque no te lo pueden contar.

Fue en la prehistoria de todo esto, en el año 2008 cuando Barack Obama consiguió su primera victoria electoral, momento en el que muchos celebraron que el primer Presidente afroamericano, convertido después en un eterno icono pop, empezase a utilizar perfiles obtenidos de gestión masiva de datos (big data) con fines de segmentación electoral.

Aquellos lodos inauguraron una era de pragmatismo partidista que nos ha deparado ciertas alegrías pero también no pocos sobresaltos, y cuyo epítome, al menos en la escena norteamericana, hay que atribuírselo a las malas artes de esa empresa tramposa llamada Cambridge Analytica y a las (presuntas) injerencias de rusos, bots y malware en las elecciones estadounidenses, que catapultaron a la fama a una generación de peligrosos listillos como Steve Bannon, Roger Stone y buena parte de la corte de los milagros orbitando alrededor del Rey Sol Donald Trump, con ese peligroso epílogo de su mandato que nos sorprendió con una legión de irredentos búfalos y conferedados asaltando el Congreso de los Estados Unidos.

La campaña del Brexit, magistralmente narrada en “Brexit, the Uncivil War” que nos muestra a un Benedict Cumberbatch en el rol del eurófobo estratega Dominic Cummings, ha sido el penúltimo albañal en el que la peor versión de ese maravilloso instrumento que es la tecnología se empleó, sin tasa, para confundir, contaminar y envilecer el debate público en el Reino Unido, con las consecuencias que ya conocemos y las que conoceremos en los próximos meses, cuando Boris Johnson termine de mostrar sus cartas marcadas.

Esta sociedad tecnologizada de la ira rampante y las fronteras recuperadas, de la pandemia y el estado de excepción como testimonio de normalidad, de la manipulación y la interesada captura de datos vestida de experiencia de usuario y en la que no dudamos en aplicar en las redes sociales el filtro burbuja que hace que terminemos contactando e interactuando sólo con quienes piensan como nosotros, nos ha traído, también nuevos actores y liderazgos al mundo de la política, entre los que destacan los vociferantes populistas cargados de trucos, señuelos y soluciones (tan) sencillas para problemas (tan) complejos, que parece mentira que a nadie se les hubiera ocurrido antes.



V. Nuevos viejos trucos para la política.

Llegados a este punto, cabe admitir que pese a las inercias imperantes, no todo es tecnología e innovación electoral, pues el proceso de sentimentalización forzosa y total de la política que vivimos y el de polarización pública que se refuerza con cada campaña que se abre en algún lugar del orbe, obliga a los partidos y a sus asesores a recurrir a un kit de herramientas imprescindibles en el maletero de todo spin-doctor político, adaptadas, acaso, al contexto híper-tecnologizado en el que nos movemos.

En efecto, es verdad que algunos de los recursos de los que echan mano nuestros candidatos no son, en absoluto nuevos en el espectro de la ejecutoria electoral ni extraños o desconocidos para la Ciencia Política, entre otros, el enmarcado (framing) el arte de marcar la agenda política de los demás contendientes, aun a costa de que el abuso de estas dos herramientas termine, en el fondo, por enredar el debate y contribuya a empobrecer la discusión pública.

Lo estamos viendo, acaso, estos días de abril/mayo de 2021 con las elecciones a la Comunidad de Madrid (región para los foráneos) en España, planteadas como un grosero parteaguas entre dos cosmovisiones políticas de confesos resabios guerracivilistas. En este contexto de argumentos binarios y crispación sin tasa, la intención de algún candidato de exhibir prudencia o mesura ante el electorado es tachada y penalizada como una intolerable debilidad o execrable tibieza, como un ejercicio de endeblez incapaz de sobrevivir en la caldera de tensión en la que esos dos extremos antagónicos colisionan a diario.

Así, nadie escapará a esos sonoros “comunismo o libertad”, “fascismo o democracia”, crecidos a los pechos de la aritmética demoscópica, el populismo rampante y la polarización sentimental que, de tan binarios y groseros, y de no ser porque han terminado de cuajar por su pegadiza superficialidad, moverían a la risa o a la compasión del electorado, aunque la cosa, tal y como se desarrolla en la actualidad, tiene poco de broma.

En este escenario, por ejemplo, si hay algo que lleva mal hoy esa izquierda de agit-prop, ora erudita, ora rocosa que orbita alrededor del Ex – Presidente Pablo Iglesias, es que su contrincante natural, la Sra. Ayuso, por la que dijo apearse del Ejecutivo español para volver al barro de una campaña y al fraseado hip-hop de sus mítines más allá de la M-30, le haya sustraído esa eficaz arma del enmarcado, esa técnica de framing que abusa de los esquemas de interpretación a través de los cuales los electores percibimos y entendemos la realidad política y que ahora, en manos de una candidata conservadora tan estudiadamente provocadora y directa como imprevisible y forzosamente sentimental, está desconcertando a sus adversarios, que han terminado por abandonar, una y otra vez, la senda de sus campañas seducidos por los señuelos que Isabel va dejando por el camino.


VI. Líderes de Plástico, Política de Tik Tok.

Otro sucedido reciente al hilo de este liderazgo sentimental y superficial que nos inunda.

Hace unos días, una de las grandes damas patrias de la política de plástico y el endoso digital, la Señora Colau, Alcaldesa de Barcelona, anunciaba – en redes sociales- que abandonaba Twitter, la red que le sirvió en el pasado para mantener en estado de permanente agitación a sus bases y en la que se enseñoreaba como pocos mandatarios lo hacían. Ada Colau, después de una “una decisión muy meditada” ha defendido que ha puesto en una balanza lo negativo y positivo del actual universo de Twitter “y ha pesado más lo primero” para decidir abandonar la red social, evitando, con su marcha, “legitimar un espacio que ya no invita a la reflexión, al debate o la crítica constructiva, de la que, por cierto, nunca rehúyo”.

En suma, hay quien, al calor de este legítimo repliegue de la Sra. Colau – que no ha sido, acaso, un mutis por el foro sino más bien el penúltimo acto de un estudiado divismo- ha creído encontrar fundamento para una sesuda tesis doctoral y se han generado debates y conversaciones en redes en las que ha imperado, ante todo, una aproximación sentimental colectiva, casi terápica, a la decisión de la Alcaldesa de Barcelona.

Honestamente, y por si a alguien le interesa, creo que la cosa no da para tanto. En mi opinión, la Sra. Colau se marcha de Twitter (con destino probable Twitch, Telegram o Instagram) por la misma razón por la que tantos líderes políticos abandonaron antes que ella y con más discreción, la red del pajarito, porque allí, disipada la cortina de humo que dejó tras de sí el rumboso Sr. Trump, ya no queda casi nadie.

La campana de resonancia que fue Twitter en el pasado es ya una cacofonía menor alimentada por los mismos y para lo mismo. No tengo nada en contra de esta red social, al contrario, le profeso una simpatía y un agradecimiento por haberme acercado a tanta gente interesante durante estos años. Pero hablamos de política, y específicamente, de Comunicación Política, y eso es algo diferente.

En efecto, y si de datos hablamos, un reciente estudio denominado “Twitter by the Numbers (2021): Stats, Demographics & Fun Facts” concluía que sólo el 7 por ciento de los norteamericanos usan Twitter y que, de este 7% un 52% de los perfiles en la red social, es decir, más de la mitad, no tuiteaban nunca. Al final, Echeniques, Rufianes y otros cultivadores locales del agit-prop mediantes, todos los tuits publicados en los EEUU proceden del mismo 3’36% de la población, lo que estrecha, y mucho, el concepto de ágora universal que tantos le otorgaban a la red social.

Es verdad que la política fue siempre uno de los fuertes de Twitter. También lo es que hubo una época en la que, permitidme la metáfora, a fuerza de encadenar pasodobles todos creímos estar en la plaza del pueblo el día grande de la fiesta mayor, con el bolsillo lleno de consumiciones para dar y regalar. Ahora, y Colau y sus asesores lo saben, la orquesta hace tiempo que se marchó de Twitter y queda, acaso, algún beodo buscando gresca o compañía, que a veces son lo mismo.

Los líderes políticos, que tanto abusaron de esta red social ya no hallan en Twitter el eco reverberante y el endoso low cost que buscaron y encontraron durante años, cuando 140 caracteres bastaban para enseñorearse digitalmente y arrastrar olas de followers hacia su perfil. Además, con los índices de interacción desplomándose, en Twitter se corre el riesgo de terminar conversando con la pared, y en el mejor de los casos, con la audiencia remanente, y eso, según el manual de la Asesoría Política vigente, desgasta al líder público sin aportar nada a cambio.

Al final, terminar bailando o abrazando a un cachorro en Tik Tok o Instagram porque toca no es exactamente conversar pero sirve para retroalimentar las fuentes y sistemas de esta política pop que nos aturde y entretiene, confirmando que la Comunicación Política actual es cada vez más unidireccional y autorreferencial, además de notablemente superficial.

Con unos líderes públicos sometidos a la dictadura de la pose, la impostura y la simplificación del mensaje político en imágenes y textos de frase y media compartibles en perfiles digitales, se ha terminado de consolidar entre nosotros una nueva ejecutoria política post-partidista y sin intermediarios, superficialmente auténtica y generadora de hilos, relatos y productos narrativos pensados para su consumo masivo en redes sociales que necesita alimentarse permanentemente, como esos castores obligados a roer sin descanso la madera para evitar terminar mordiéndose con unos dientes incisivos que no paran de crecer nunca.

Esta era de la política espectacularizada nos trajo, igualmente, un Presidente Trump guapérrimo, unas veces naranja y otras, tantas, macarra, arrogante, y tan resistente a la crítica y los anuncios de su ocaso y fugacidad y a las amenazas de su impeachment como extraordinariamente hábil para sepultar los debates públicos importantes con recurrentes y estériles polémicas con origen en su incontinencia digital, para escándalo de teóricos de la  democracia representativa y solaz de esa parroquia de midwesterns que lucía, sin empacho, el Make America Great Again en sus gorras y camisetas y que en el colofón de su mandato decidió deshonrar el Capitolio (Tocqueville en el laberinto) provocando su invasión por una grey de frikis y confederados tan pintoresca como peligrosa.

Además, el escrutinio permanente de la acción de gobierno a través de herramientas de monitorización digital nos ha vuelto crecientemente implacables en nuestras reivindicaciones y exigencias a los poderes públicos, mostrándonos como actores notablemente críticos con la (pobre y esperable) ejecutoria de la política, en un momento como el actual, en el que al shock tecnológico global se une, por un lado, la desafección política generalizada y el deterioro general de la reputación y la valoración de las instituciones públicas, así como la crisis total de la idea de poder y autoridad (el poder des-intermediado) que contribuyen a deteriorar el suelo firme de nuestras democracias.

En este sentido, llevamos años en los que a la maestría de los gestos en política, un verdadero arte al alcance de unos pocos, le ha sucedido la puesta en escena de la política como gesto permanente, al alcance de cualquier líder con perfil en redes sociales.

De las inevitables inauguraciones de obras públicas y visitas a mercados en los que fotografiarse, sin arrobo, entre los productos de nuestra huerta feraz y los abrazos a niños aterrados hemos pasado, casi sin darnos cuenta, a una campaña política permanente hecha de múltiples fragmentos de cotidianeidad, irrelevancia y hasta estudiada ñoñería de nuestros líderes (aquél perrito Lucas de Albert Rivera “que aun huele a leche”, sabrá perfectamente de qué hablo) o a la competición por ver quién luce mejor en mallitas de correr, quién monta mejor a caballo o quién, con el ocaso de fondo, es capaz de intercambiar confesiones con Jesús Calleja, convertido ya en un nuevo y atlético Pemán (aquel de “Mis conversaciones con gente importante”), dando carta de naturaleza a un sub-género de la entrevista en la que algunos de nuestros jóvenes mandatarios han alcanzado cotas de vergüenza ajena reseñables.

En este proceso constante de demolición de la solemnidad y el artefacto de la política, el lenguaje político, que no es exactamente la jerga con la que sus señorías se torturan en los debates en las Cortes Generales, sigue siendo un fundamento imprescindible de nuestros sistemas democráticos. Las frases hechas, la reproducción y explicitación de ritos y el recurso al argumentario convencional de la política representativa actúa, en no pocas ocasiones, como esos regordetes glóbulos blancos que pertrechados con una gorra y un manípulo acudían veloces a reducir a los gérmenes que se introducían en nuestro organismo, en la excelente explicación de esa mítica serie “Érase una vez el cuerpo humano” con la que crecimos tantos, y que ahora –siento daros el disgusto- cumple 50 años.

Inspirándonos en lo que el Marqués de Custine dijo sobre la Rusia zarista, podríamos afirmar que hoy, “la Política es un gran teatro, y en ella sólo hay actores”. Y estos actores necesitan un guión y un buen papel para sobrevivir a tanta superficialidad, competencia y abundancia de información, y esta es la razón del éxito (el real y el atribuido) a los spin doctors, a los asesores de los políticos (según a quien leas, mandan más que ellos, huelen a azufre y son capaces de adivinar el gordo de la Lotería meses antes de la Navidad) y de la búsqueda permanente de la comunicación política por hallar nuevos yacimientos narrativos que explotar, aun a sabiendas de la finitud del recurso y la caducidad de su vigencia.

Llegados a este punto, y para terminar, reconozco cierta angustia existencial al pensar que puede que esa inocente y perseverante Margaret Hilda Roberts, nacida y crecida en la tranquila y convencional villa de Grantham en East Midlands y que luego se convirtió en el gigante político conocido Margaret Thatcher, podría haber sido otra cosa bien diferente de haberse proyectado hacia nuestros días y de haberse abierto una cuenta en Tik Tok o crearse un perfil en Instagram, aunque eso, de momento, no lo podremos saber.

I love argument, I love debate. I don’t expect anone jus to sit there and agree with me – that’s not their job”. Pues eso.


[Pablo Sánchez Chillón, Urban Planning Lawyer, International Speaker & Strategy and Public Affairs Advisor. Pablo is Co-founder of Sánchez Chillón Law Office & the Think Tank Foro Global Alicante (Spain). He works as a part-time advisor to the municipality of Alicante (Spain) / Use the link to contact Pablo].

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