[A VUELTAS CON EL PODER DE LAS PALABRAS, LOS LÍDERES DE PLÁSTICO Y FUEGO Y LAS DEMOCRACIAS DE HUMO E INSTAGRAM]
[Enero de 2021]
“Considero un deber dar fe de esta vida nuestra, una vida tensa y dramáticamente llena de sorpresas, porque todo el mundo ha sido testigo de estas gigantescas transformaciones, todo el mundo se ha visto obligado a convertirse en testigo. Para nuestra generación no había escapatoria ni posibilidad de quedarse fuera de juego como para las anteriores; Debido a nuestra nueva organización de la simultaneidad, vivíamos siempre incluidos en el tiempo. (…)
Todo lo que ocurría en otro extremo del mundo, a kilómetros de distancia, nos asaltaba en forma de imágenes vivas. No había país al que poder huir ni tranquilidad que se pudiese comprar. Siempre y en todas partes, la mano del destino nos atrapaba y volvía a meternos en su insaciable juego”. [Stefan Zweig. El Mundo de ayer. Memorias de un Europeo. 1941].
By Pablo Sanchez Chillon . Abogado | Law | Cities | Politics | GovTech.
[Pablo Sánchez Chillón, Urban Planning Lawyer, International Speaker & Strategy and Public Affairs Advisor. Pablo is Co-founder of Sánchez Chillón Law Ofice & the Think Tank Foro Global Alicante. Pablo works as a part-time advisor on strategy, urban diplomacy and politics to the municipality of Alicante (Spain)]
Follow @PabloSChillon
[1] Under siege/Die Hard.
El asedio. 70 años después de haber sido escritas 1desde la oscura noche de la Segunda Guerra Mundial, las palabras de Stefan Zweig siguen -parece- tan vigentes como en 1941.
Sin tiempo apena para asimilar la enésima batería de disposiciones gubernamentales que ajustan, matizan y achican nuestra recobrada vida de ciudadanos post-corona, el año 2021 se despereza en los Estados Unidos a golpe de una inquietante crisis institucional y política. Mientras devolvemos el árbol de Navidad al silencio umbrío del trastero contemplamos, atónitos, el asalto al Capitolio de los EEUU y las imágenes de sus honorables inquilinos, reunidos en formalísimas tareas constitucionales, refugiados en sus bancadas mientras el personal de seguridad del Congreso blande sus armas cortas frente a una colorida turba de irredentos partidarios de Donald Trump.
2021, el año de las Grandes Esperanzas dickensianas, nos recuerda que también hoy seguimos sometidos a la implacable mano del destino que nos atrapa y nos vuelve a meter en su insaciable juego de sobresaltos y espanto, por mucho que nos consideremos casi inmunes al influjo de los autoritarismos y los déspotas.
Ustedes me perdonarán, pero lo del Capitolio americano me tiene hablando solo, como dice, con entrañable franqueza atlántica, mi amigo Yago de Glez, de profesión empresario.
Alexis de Tocqueville, el pensador y jurista francés que en 1835, tras un iniciático viaje a los jovencísimos Estados Unidos nos regaló esa obra indispensable, “La Democracia en América”,y nos advirtió de la posibilidad de que el sistema político norteamericano, plagado de virtudes y contrapoderes degenerase en un una suerte de autoritarismo vernáculo, en un “despotismo suavizado”, debe andar pensando hoy también, algo desconcertado allá donde se encuentre, cómo salir de este enrevesado laberinto institucional edificado al calor de los tozudos acontecimientos a los que estamos asistiendo en las últimas horas.
Un episodio inquietante, cargado de simbolismo postmoderno, de cuernos de bisonte, camisetas con mensaje y gafas de visión nocturna, de viralidad digital y de buenas dosis de estupor global, que ha puesto en cuarentena el relato sobre la fortaleza y vigor de la primera democracia del mundo. Un happening peligroso, instigado por un Presidente cesante con mal perder y peores intenciones y que, como un Benito Mussolini redivivo 100 años después de aquella Marcia su Roma que dio al traste con el régimen liberal italiano, descarga en la masa informe, patriota y armada de manípulos y paloselfies las inevitables consecuencias de su delirante desafío al poder, mientras insinúa, a golpe de tuit, aquel clásico e inefable «ya avisé, después no me vengan con quejas» que suele preceder a toda asonada sediciosa en nuestra historia.
Superado el Rubicón de la madrugada del 7 de enero de 2021, y con un Joe Biden forzadamente moderado en el tono de sus blanquísimas alocuciones con el camino legal expedito hacia su inminente toma de posesión como 47º Presidente de los Estados Unidos, la peligrosa astracanada vivida ayer en Washington no debería, acaso, sorprendernos en exceso. Y no sólo porque el Sr. Trump y su grey de nostálgicos confederados vengan anunciando sus ominosas intenciones a los cuatro vientos desde hace meses sino, y esta creo que es la clave de lo sucedido ayer en ese solemne Capitolio que custodia la memoria y la herencia de los ocho Founding Fathers de los Estados Unidos, porque la erosión institucional en el país, la pérdida de confianza en el sistema partidista y el virus letal del populismo se han introducido de lleno en las estructuras del poder, y han alcanzado ya cotas de epidemia en la orgullosa y añosa democracia norteamericana. En este estanque ponzoñoso hay que asignar, también, su cuota de responsabilidad a un Partido Republicano no pocas veces tolerante y cómplice con el liderazgo macarra y abusón de un Donald Trump, que ha hecho del “cuanto peor, mejor” la divisa vital de su carrera de honores.
Al Sr. Trump lo podremos -lo podrán, sus compatriotas- tachar de bufón arrogante, de mal perdedor o de traidor a la patria, pero el dudoso mérito de haber erosionado a divinis los fundamentos del sistema democrático de la nación más orgullosa de atesorarlo, desestabilizándolo como nadie nunca antes lo logró, es suyo, habiendo enseñado peligrosamente a otros el camino para hacerlo.

Muchos analistas coinciden en que no han sido los Breitbart, los Bannon, o las malas artes del inmoral Roger Stone los que han lanzado a Trump y a la legión de rednecks ataviados como si de un conjunto de participantes en Eurovisión se tratase a deshonrar el corazón de las instituciones democráticas del país. No; este Episodio Final que va ha marcar durante años la agenda pública de la democracia más antigua del planeta lo ha provocado, en buena medida, la fermentación de esa purrusalda grumosa trufada de viralidad digital, de complicidad de unos líderes republicanos convertidos en enanitos alrededor de un nuevo y rutilante Rey Sol y la manifiesta incapacidad del establishment de enfrentarse, con hechos, relatos y medidas, a la huida hacia adelante de las huestes de ese Trumpismo sórdido y peligroso que se abreva en las fuentes de la polarización política, la revisión del paradigma de la autarquía económica y la desconfianza hacia las instituciones para extenderse como una metástasis de pronóstico reservado.
Con todo, tal vez, lo que más haya sorprendido e inquietado al mundo en esta lamentable jornada en el Capitolio de los EEUU haya sido la indiscutible sensación de fragilidad institucional de la primera potencia democrática mundial. La tantas veces proyectada solidez del rito, de la ortodoxia y la de la nobleza y sacralidad de esos vestíbulos, pasillos y salas de trabajo de los Congresistas y Senadores ha sido ultrajada en directo y sin apenas oposición formal por una turba organizada e indolente, poniendo de manifiesto que el problema en los EEUU ha alcanzado la categoría de sistémico.
Esta debilidad percibida de las instituciones democráticas americanas es una de las principales victorias del populismo trumpista y puede que la peor de sus secuelas, a la luz de lo sucedido. Es cierto que el Coupe d’Etat se ha quedado en mera chirigota gaditana (con muertos y heridos, sin embargo) pero va a resultar francamente difícil que podamos creernos por mucho tiempo más, ni siquiera por mero y evidente contraste con esa China o Rusia tan poco democráticas que desafían, en términos hegemónicos a los EEUU, que el país está en disposición de liderar el relato de la defensa y custodia de las esencias de la democracia liberal.
El principio del fin de la dominación global (cultura, espiritual, económica) norteamericana, que no pocos analistas se han lanzado a preconizar tras el ultraje del Capitolio, va a ser, con seguridad, la antesala de la propagación renovada de otras cosmovisiones políticas, -asiáticas- con un Alexis de Tocqueville que debe andar, con Washington, Lincoln, Madison, Adams y el resto de Founding Fathers de la democracia estadounidense, revolviéndose en sus solemnes tumbas.
Aunque ayer muchos de los aficionados a las series norteamericanas corrieron a buscar en Google, por si acaso, quién era el actual Secretario de Vivienda y Urbanismo de los EEUU (líbreme este trance de hacer spoiler del efectista drama “Sucesor Designado/Designated Survivor” con un Kiefer Sutherland superado por la historia) lo ocurrido ayer en Washington da, desde luego, para muchos guiones, sesudos ensayos académicos y una catarata de series en Netflix que – con esa particularísima cualidad autoexpiatoria que manejan como nadie los norteamericanos con la ayuda de Hollywood y las plataformas de streaming – dramaticen los recientes hechos del Capitolio convirtiéndolos en un producto de consumo global y en una tesela más en el mosaico de una cultura hegemónica que se nutre, en buena medida, de la narración y reinterpretación, en clave de hipérbole, de episodios extraordinarios como el que anoche nos tuvo pegados a la TV y las redes sociales.
Sin embargo, esas historias de pequeños héroes anónimos americanos (a buen seguro, ujieres, policías, periodistas o integrantes del staff de la Cámara legislativa que plantaron cara al desafío iracundo de los violentos) que ya se estarán escribiendo en algún lugar, con un Tom Hanks o un Mark Wahlberg calentando en el banquillo, no deberían distraernos del problema real que enfrenta el país y con él, los sistemas democráticos occidentales, convertidos en no pocas ocasiones en maquinarias de poder erigidas sobre inercias, servidumbres y ejecutorias públicas que no son capaces de mantener el tipo – al menos el narrativo- frente a las cosmovisiones simplistas y efectistas de las que hace gala el populismo rampante.
[2] Pompa y circunstancia: el derribo del mito, el símbolo y la ortodoxia constitucional y democrática.
No descubro tierra virgen si afirmo que vivimos globalmente un momento complejo y ciertamente desagradable y peligroso. Es cierto que en este contexto de pandemia global las agendas políticas, los presupuestos públicos y la acción de gobierno han saltado por los aires, destrozando muchos liderazgos políticos y obligando a muchos mandatarios a gestionar –al tran-tran – situaciones contingentes de emergencia y alarma institucional. Y todo ello, a los ojos de una opinión pública crecientemente contestataria y desgastada por un ciclo vírico que no parece remitir y que busca constantemente culpables entre los responsables públicos para descargar sobre ellos la ira contenida y la filosa incomodidad de haber renunciado, a regañadientes, a una normalidad personal y profesional.
A este momento actual de laminación del liderazgo y de los referentes públicos ha contribuido, también, la confluencia perfecta en esta hora desgraciada de una serie de inercias vinculadas, por un lado, a la propia forma y sustancia de la política partidista, que es entendida y practicada no pocas veces como ecosistema cerrado y previsible y por otro al ejercicio del poder como una suerte de privilegio desconectado de la atención, el control y aun, el afecto de un electorado al que se convoca cada 4 años a las urnas, y al que se interpela, se azuza y se cabrea, – y esto es la novedad-, desde múltiples frentes ideológicos y hermenéuticos, superado por las redes sociales el monopolio de la explicación y la interpretación de la realidad del que antes gozaban los medios de comunicación tradicionales.
Defienden algunos que, al ritmo del colapso generalizado en la intermediación (y la representación política de los cargos electos en nuestras democracias es eso, pura intermediación entre la ciudadanía y los poderes del Estado) provocado por la extensión de la tecnología y la expansión de ese meta-relato que la convierte en un poder omnímodo en manos del ciudadano informado y co-responsable de su destino más allá de las citas con las urnas, la ejecutoria democrática está despojándose, aparentemente, de sus pesados ropajes y sus solemnes y barrocos ritos y estructuras, que ceden ante el pragmatismo de una sociedad tecnologizada y sometida a obsolescencia programada, sin (parece) tiempo que perder ni regalar con antiguallas que no le interesan a casi nadie. Y esta fabulación construida alrededor del fin de la intermediación política, de la superación de los ritos y las formas por la pragmática inmediatez pública en una era llena de gente que se gana la vida enseñándonos a cómo utilizar las cosas pero no el porqué de hacerlo de una u otra manera es, también, un caldo de cultivo narrativo y movilizador para los popes del populismo.
Si la pompa y circunstancia británicas han sido el paradigma clásico de solemnidad política, la inviolabilidad y la sacralidad del Capitolio norteamericano fue asumida y proyectada como quintaesencia del check and balances de la democracia más antigua del mundo, como contrapunto a las prerrogativas que el sistema presidencialista de los EEUU otorga al inquilino de la Casa Blanca.
En efecto, la democracia ha establecido sus propios mecanismos de afirmación y de auto-defensa narrativa, que se activan, sobre todo, cada vez que se renueva, tras las elecciones, el mandato de los ciudadanos con la asunción de poder por el nuevo gobierno. Hay muchos ritos asociados a la idea de poder y a la de la propia de democracia, que refuerzan el sentido y fortaleza nuestro sistema político, de esas instituciones “de las que nos hemos dotado”, y que contribuyen a proyectar una benéfica pátina de sobriedad y perenne gravedad de esos organismos que nos representan y nos gobiernan, más allá de la genialidad y las capacidades de la clase política que las ocupa temporalmente.
A eso, al puro rito, al protocolo y las formas solemnes para el relevo en la Presidencia del país se dedicaba, precisamente, el Congreso y Senado de la Unión en el preciso momento en que se produjo su simbólico y peligroso asalto por las huestes del trumpismo y ese era uno de los objetivos de este ultraje público de desmontaje institucional perpetrado por bisontes y violentos, que buscaba desvestir a la democracia de sus formas y protocolos estériles, redundantes y corruptos.
En este contexto, la toma del Capitolio ha de enmarcarse, también, a mi juicio, en un momento en el que se produce, además, en el ámbito de la comunicación política, un fenómeno muy peculiar y altamente contagioso, y que consiste en la emergencia de un nuevo código de conducta, de una original etiqueta pública vinculada a la superficialidad de la comunicación orientada a las redes sociales y los formatos compartibles en tiempo real que ha empobrecido la calidad y la profundidad del debate en la esfera pública.
En efecto, esta estresante sociedad tecnologizada que nos hemos dado, la de la ira rampante y las fronteras recuperadas, la de la manipulación y la interesada captura de datos vestida de experiencia de usuario y en la que no dudamos en aplicar en las redes sociales el filtro burbuja que hace que terminemos contactando e interactuando sólo con quienes piensan como nosotros, nos ha traído, también, nuevos actores y liderazgos al mundo de la política, entre los que destacan los vociferantes populistas cargados de trucos, señuelos y soluciones (tan) sencillas para problemas (tan) complejos, que parece mentira que a nadie se les hubiera ocurrido antes.
[3] Palabras que son como dardos: el Poder Performativo del lenguaje político.
En nuestros días, la irrupción de la tecnología digital, la experiencia de la democracia del tiempo real y las urgencias de la conectividad ubicua y personalizada que hacen que perdamos el oremus por ganar una raya de cobertura o por permanecer conectados a un continuo de existencia digital paralela mucho más rico e interesante que nuestra vida convencional han transformado, también, la puesta en escena de la Comunicación Política, y con ella, la entidad y contenido de los mensajes que emiten y proyectan nuestros líderes políticos.
Frente a la reserva y la cautela públicas, frente a la sobriedad y la gravedad que constituían, no hace tanto tiempo, dos propiedades indisolubles del liderazgo político patrio y que cedían en contadas y estudiadas ocasiones ante otras muestras más entrañables de de mundanidad, lo cierto y verdad – y esto no es culpa exclusiva de los Gabinetes de Gobierno – la llegada de la sobre-exposición pública y la de la Política Pop, nos han situado ante un escenario desconcertante en el que liderazgo e imagen pública se combinan para generar permanentemente un producto atractivo para el elector/espectador, que termina conformando por la intensidad y continuidad del impacto sobre el individuo y por la acción de tantos nodos y usuarios que lo amplifican, una suerte de campana de resonancia de la que resulta muy complicado aislarse o escapar.
Lo paradójico es, también, – y lo hemos visto con el trumpismo más tozudo y estridente -es que en esta era del imperio de la imagen publicada cobra un renovado poder el uso y el abuso de las palabras, la fuerza y capacidad transformadora del lenguaje político para construir una subjetividad que conecta indefectiblemente palabra y acción, cuando constituye, por sí misma, un factor (performativo) de creación y recreación de la situación que se nombra. Y esta realidad de mover y construir con el lenguaje, cuando se impulsa desde las instituciones políticas y de gobierno, algo en lo que el propio Trump ha destacado entre sus pares, otorga, en según qué casos, un inmenso poder a quien hace uso de esa capacidad performativa de las palabras que estudiaron profusamente Austin, Derrida o Butler, aunque eso, ahora, sea lo de menos.
Todo ello coincide, además, con el regreso de los populismos (si alguna vez se fueron) y la irrupción de las fake news, que han contribuido a excitar y recalentar el debate público hasta cotas desconocidas, alentadas por los últimos desarrollos de la Inteligencia Artificial que es capaz de poner en tu boca (y en la de los mandatarios globales) palabras y afirmaciones que nunca pronunciaste pero que la pantalla de tu móvil te devuelve con inquietante nitidez.
Si a estos antecedentes se les añade la conciencia de estar entrando en una era de la post-política, la anti-política y los híper-liderazgos, en la que a la pérdida de legitimidad y capacidad de intermediación de los partidos políticos, convertidos en monolíticas maquinarias electorales y terreno abonado para las servidumbres menos edificantes, se une la consolidación de una suerte de caudillismo soft alrededor de un personaje público carismático y regenerador, podemos pensar que nos asomamos a un horizonte de una política sin partidos, verdadera terra incognita para tantos expertos y opinadores.
Trump, Bolsonaro o Salvini, o el mismo Emmanuel Macron, (con todos los matices personales) son sólo algunos de los maestros de ceremonias de esta nueva era de liderazgo político reconcentrado alrededor de un personaje carismático crecido en la periferia de las organizaciones partidistas, y muchas veces – con todas las notas al pie e intensidades- a costa de aquéllas.
En el contexto actual, con unos líderes públicos sometidos a la dictadura de la pose, la impostura y obligados a la la simplificación del mensaje político en imágenes y textos de frase y media compartibles en perfiles digitales, se ha terminado de consolidar entre nosotros una nueva ejecutoria política post-partidista y sin intermediarios, superficialmente auténtica y generadora de hilos, relatos y productos narrativos pensados para su consumo masivo en redes sociales que necesita alimentarse permanentemente, como esos castores obligados a roer sin descanso la madera para evitar terminar mordiéndose con unos dientes incisivos que no paran de crecer nunca.

Esta era de la política espectacularizada nos trajo, igualmente, un Presidente Trump guapérrimo, unas veces intenso y otras, tantas, macarra, arrogante, y tan resistente a la crítica y los anuncios de su ocaso y fugacidad y a las amenazas de su impeachment, como extraordinariamente hábil para sepultar los debates públicos importantes con recurrentes y estériles polémicas con origen en su incontinencia digital, para escándalo de teóricos de la democracia representativa y solaz de esa parroquia de midwesterns que el 6 de enero lucía, sin empacho, el Make America Great Again (M.A.G.A.) en sus gorras y camisetas y señalaban a Nancy Pelosy, la Presidenta Demócrata de la Cámara de Representantes, como la reencarnación de Satanás, lo que justificaba, parece, el ultraje a su despacho y la festiva sustracción de su atril parlamentario.
Igualmente, el escrutinio permanente de la acción de gobierno a través de herramientas de monitorización digital nos ha vuelto crecientemente implacables en nuestras reivindicaciones y exigencias a los poderes públicos, mostrándonos como actores notablemente críticos con la (pobre y esperable) ejecutoria de la política, en un momento como el actual, en el que al shock tecnológico global se une, por un lado, la desafección política generalizada y el deterioro general de la reputación y la valoración de las instituciones públicas, así como la crisis total de la idea de poder y autoridad (el poder des-intermediado) que contribuyen a deteriorar el suelo firme de nuestras democracias.
Así, llevamos años en los que a la maestría de los gestos en política, un verdadero arte al alcance de unos pocos, le ha sucedido la puesta en escena de la política como gesto permanente, un mohín eterno, una interpretación perpetua al alcance de cualquier líder con perfil en redes sociales y que resulta especialmente beneficiosa para aquellos mandatarios que, como los antiguos zahoríes, terminan por detectar, canalizar y someter la longitud de onda discursiva de las masas descontentas e intransigentes.
En este sentido, los hechos de la tarde del 6 de enero de 2021 en el Capitolio y otros que suceden todos los días entre nosotros nos devuelven la convicción de que lo que se dice, cómo se dice y para quién se dice importa mucho en política, y especialmente en entornos en los que el populismo campa a sus anchas. Las palabras dan forma -informan- a lo que sucede, y por si alguien lo dudaba, esta capacidad performativa del lenguaje – el de las élites políticas – permanece intacta, y da hechuras y sustancia a la acción organizada de una sociedad, de una audiencia pública -fundamentalmente digital en nuestros días- que, como los exaltados asaltantes del Capitolio de ayer, encuentran en la literalidad y la emocionalidad de los discursos de Trump sobre el fraude electoral y el asalto al poder su razón de ser y de actuar.
Estas palabras son, además de un vehículo para la reafirmación de un credo, una cosmovisión y un sentimiento de pertenencia a un grupo de patriotas que se erige en protagonista obligado y subsidiario de la historia ante el abandono o la usurpación de esa noble tarea por parte de unas elites corruptas y desconectadas de la sociedad.

[4] Ardor guerrero y fiesta (La Victoria Mutilada: del Fiume irredento al Washington D.C. de los M.A.G.A)
Este enorme poder de lo que se dice, se crea y se recrea con el lenguaje, amplificado actualmente por esas cajas de resonancia y recalcitrante cacofonía que son no pocas veces las redes sociales, nos remonta a otros episodios de sacudidas de los fundamentos de nuestras democracias, y que resultaron, finalmente, un precedente de la implantación de los autoritarismos y dictaduras que jalonaron la historia de esta Europa de los valores y la concordia que desde anoche se tienta la ropa con inquietud viendo descargar a la tormenta americana.
En efecto, y aunque transida de contemporánea digitalidad, viralización y pasto para los memes, la festiva expedición de Jóvenes Castores que tomó ayer Washington como colofón a la campaña de irresponsable instigación del aun Presidente de los Estados Unidos (Instigator-in-Chief), pudo recordarnos, a algunos, otros momentos de la historia que compartieron, de alguna manera, dinámica y precedentes con el proceso que culminó, ayer, con el happening trumpista.
Este irredentismo 4.0. nos trae resabios de un evento que como la toma de la ciudad de Fiume en septiembre de 1919,llevada a cabo por una heterodoxa grey de mercenarios y excombatientes, de poetas, libertarios y artistas armados enardecida por la contagiosa pasión y el verbo emocionado de Gabriele D’Annunzio , terminó convirtiéndose en un auténtico cataclismo político en su época, aunque luego, la llegada del Fascismo y su perpetuación como régime n, lo relegasen a la categoría de mito prescindible, de incómodo episodio nacional marcado por lo pintoresco y heterodoxo de su puesta en escena y los excesos e incontinencia verbal de su promotor, el literato Gabriele D’Annunzio.
D’Annunzio, líder e instigador de aquella peligrosa astracanada articulada alrededor del relato de la Victoria Mutilada de Italia en la Primera Guerra Mundial, fue, durante años, un exuberante y famosísimo poeta convertido después en héroe nacional italiano en el conflicto europeo y que, en parte gracias a sus osadas hazañas y a su innata capacidad para publicitarlas y convertirlas en testimonio de una vita ardita, de una existencia audaz y emocionante al servicio del país, contribuyeron al enardecimiento y la acción coral de las masas, provocando un gravísimo conflicto de invasión territorial del recién nacido estado de Yugoslavia.
Il Vate o el Poeta Armato – como gustaba de autodenominarse (o el saltimbanqui emocional como lo calificó menos indulgentemente Benedeto Croce años después) fue un pródigo colmado de tanto talento como vicios humanos que, empeñado en hacer de su vida una obra de arte, supo emocionar y excitar como nadie a las masas de su país, erosionando, con su cháchara belicista, su oratoria ampulosa y directa, los fundamentos de la democracia liberal italiana, a la que hacía responsable de las desgracias del país en el dopoguerra, una nación irrelevante en el concierto de potencias internacionales surgido tras la Conferencia de Paz de París y a la que la geopolítica de la época dejó sin algunas plazas de indiscutida italianidad como esa ciudad de Fiume (luego Rijeka), que pasó a integrar el recién nacido Estado de Yugoslavia.
D’Annunzio fue el instigador de una espectacular (en fondo y forma) epopeya militar y humana de ocupación de Fiume, un drama coral fundado en el mito colectivo de la italianidad incompleta, la masculinidad epidérmica y el ardor guerrero, y en el de la Vittoria Mutilara del país en la Primera Guerra Mundial, humillación tolerada por una clase dirigente corrupta y rijosa, incapaz de defender los intereses de la patria en el aftermath del conflicto mundial. En el fondo, y esto es lo que interesa a nuestro análisis, Il Vate soñaba con transformar su «Empresa» en una revolución global contra el orden constituido.

La pomposa invasión de Fiume (la Città Olocausta, como fue denominada por su Caudillo), a caballo entre la bufonada y la rebelión militar, y que se prolongó durante más de 1 año con sus habitantes ciegamente entregados a la causa enarbolada por el Poeta y subsistiendo a base de una economía de guerra y de las efectistas acciones de pirateo en el Adriático, alumbró, en lo material, la denominada Carta del Carnaro (la Constitución más progresista de su época) dando pie a la instauración de una República independiente del Reino de Italia que, conformada como una experiencia de gobierno de la cosa pública alternativa a la preconizada por los teóricos del Estado liberal o el socialismo, terminó por atraer a Fiume a a muchos de los buscavidas europeos seducidos por la personalidad de D’Annunzio, el libertinaje como divisa y la excepcional oportunidad de formar parte de un experimento político sin precedentes, vivido en eso que ahora llamaríamos el tiempo real.
Spoiler: Fiume cayó de manera abrupta el día en el que D’Annunzio rindió la plaza sitiada y bombardeada por sus compatriotas de la Marina Italiana, dispersándose sus colonos y salvadores, sin castigo, por los confines de una Italia convulsa y polarizada. En todo caso, la de Fiume fue una intensa experiencia que señaló el camino del irredentismo y el desdén por las instituciones y el sistema político como vehículo para conquistar el poder y mantenerlo, diseminando y haciendo arraigar entre muchos compatriotas italianos una inquietante cosmovisión que luego fue aprovechada por Mussolini y sus camisas negras para el advenimiento del Fascismo. En todo caso, y al margen de las enormes contradicciones que lo hacen tan atractivo a los historiadores, la de Gabriele D’Annunzio fue una vida de excesos, delirante, intensa y de depredador vocacional, cuyos pormenores y detalles, – que son, también, los de una época concreta de la historia de Italia – pueden descubrirse con la recomendable visita a su última morada, el Vittoriale degli Italiani a orillas del Lago de Garda, un templo erigido a la altura de su mito y su arrogancia.
En lo que nos ocupa, D’Annunzio, mucho más dotado para la oratoria ampulosa, la fabulación y para la astracanada política contagiosa que Donald Trump -aunque ello pueda parecer increíble dada la contrastada trayectoria de este último- no contaba, sin embargo, con el enorme vehículo para la difusión de la mentira o de las verdades interesadas que conforman las redes sociales del que goza el magnate norteamericano, y ahí, querido Sancho, se iguala esa inquietante relación de fuerzas entre el poder performativo clásico de los discursos políticos y la capacidad actual para difundirlas en tiempo real entre una parroquia de fieles excitables dispuestos a casi todo.

Quizá uno de los principales trabajos de erosión a los que se ha dedicado con ahínco el populismo radical norteamericano haya sido el de la constante demolición de la solemnidad, la ortodoxia y el artefacto que rodea a la ejecutoria de la política democrática en los EEUU, esa suerte de pompa y circunstancia, de ritos y gestos cargados de significado político y constitucional, y de ahí que la toma del Congreso y el Senado ayer por las huestes del M.A.G.A. fuese enfrentado casi como un happening festivo por aqueélas, y no como la más seria y dramático ofensa contra la forma y sustancia de la democracia americana, retransmitido en directo a todo el mundo para dolor de constitucionalistas y custodios de las esencias sublimadas por los Padres Fundadores.
No hay mal que dure cien años, y aunque la quincena de enero que nos aguarda puede hacerse muy larga con un Donald Trump en el cargo que ha quemado ya todos los puentes con el sistema y que parece dispuesto a casi todo para resistir o escapar, indemne, de un proceso penal que asoma ya en el horizonte no van a poner fáciles las cosas para los moderados y los pacificadores. Viendo la aparente debilidad institucional, el nivel de polarización política entre bloques irreconciliables y la delirante ensoñación en la que vive instalada una parte sustantiva de la población de los EEUU, el horizonte político del país se ensombrece y la tormenta constitucional no escampará inmediatamente con los vientos renovados del mandato del Presidente Biden.

Mientras tanto, y visto el discretísimo cursus honorum que me acompaña como escritor, he decidido ofrecerme como guionista para Netflix o HBO, buscando una suerte y talento que me son esquivos. Lo anuncio solemnemente: preparo ya las líneas generales de mi primer largometraje, una peli que voy a llamar “Dos semanas de enero” y que, remotamente basada en hechos reales, construyo como un thriller político ambientado en un Washington convulso y peligroso. Un tour de force narrativo en el que el caos crece en la capital de las democracias de occidente tras el intento de un Presidente cesante con pocos escrúpulos y mucha arrogancia de amagar con un golpe de estado.
Como sé que a la historia le falta un poco de gancho, he decidido sumar al argumento el asalto televisado al Capitolio por una grey de nostálgicos confederados armados con “paloselfies” y gas pimienta del Decathlon, una exitosa asonada liderada por un chamán tocado con un gorro de pieles con dos cuernos de bisonte, aunque por razones de presupuesto haya de renunciar a hacerle hueco a los Navy Seals, la Guardia Nacional, el FBI o al Ejército de la primera potencia militar del Planeta. No harán falta.
Ya veremos; a veces soy demasiado severo con mis defectos, pero creo que es un relato demasiado fantástico, hasta para mí. De Tocqueville, ni hablamos.
Take care.
Una respuesta para “TOCQUEVILLE EN EL LABERINTO: CHAMANES, BISONTES Y CONFEDERADOS EN EL CAPITOLIO”