EL TSUNAMI DE PLÁSTICO: RUIDO, POSE Y FURIA EN TIEMPOS DE HÍPER-LIDERAZGOS POLÍTICOS

Cuentan que en cierta ocasión, la Marquesa de Deffand, amiga de Voltaire y dotada de un agudo talento para la ironía, conversaba junto a otras damas de alcurnia con el Arzobispo de Polignac.

El prelado narraba el martirio de San Dionisio a estas distinguidas señoras, haciendo hincapié en el milagro posterior, pues, según la leyenda convertida en verdad teologal, Saint Denis, tras ser decapitado, caminó casi dos leguas con su cabeza cortada en las manos hasta el lugar donde hoy se alza la iglesia parisina que lleva su nombre. «¡Figúrense!», enfatizaba con arrobo el religioso; «¡nada menos que dos leguas con la cabeza en la mano!» apuntó.

Cuando finalizó el relato, Madame Du Deffand, que había escuchado atentamente el milagroso sucedido le espetó: “Lo creo, eminencia, en casos como éste, lo que cuesta es dar el primer paso…”


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Tecnología y Política: agua y aceite.

Como una ola que todo lo cubre. Nos lo demostró la Marquesa de Deffand. La verdad y la autenticidad son dos activos a la baja en los mercados globales de la política.

En estos días en los que por culpa del coronavirus anda medio mundo creyendo escuchar las campanas del Armageddon cada vez que alguien estornuda cerca, otro proceso electoral se abre en alguna parte del orbe, y con él se activa la maquinaria que permite traducir en escaños y carteras ministeriales lo que la gente piensa, prefiere y acaba votando.

En estos tiempos de activismo político permanente, y una vez reducida la apertura solemne de una campaña electoral a la condición de rito convencional y pura formalidad democrática, o a la de mero episodio folclórico para incondicionales de la pegada de carteles, la incorporación de los últimos desarrollos tecnológicos al universo de la política y sus aledaños ha trastocado, y mucho, la forma de enfocar y acometer un proceso de selección de elites políticas para nuestras instituciones.

Con ello se ha producido, igualmente, un cambio radical y perceptible en el modo en el que se diseñan y distribuyen globalmente los mensajes políticos, así como en los métodos y herramientas para llegar a un electorado cada vez más afinadamente ordenado y categorizado en función de la valiosa información que provee hoy el tratamiento masivo de la información obtenida por múltiples canales, y que permite, en suma, a los candidatos y a los partidos adoptar, adaptar y dirigir hacia la audiencia como certeros proyectiles, determinados relatos y estrategias para los que antes sólo cabía el recurso a las enseñanzas de las series demoscópicas y a la intuición de los más veteranos de las organizaciones políticas, curtidos en mil batallas electorales.

El big data ha llegado a los cuarteles generales de las organizaciones políticas y con él una generación de profesionales ajenos a las estructuras partidistas sobre cuyo trabajo de procesado de información, de combinación de algoritmos y de proyección de escenarios se funda, de manera creciente, la estrategia comunicativa de los líderes políticos, dando pie a nuevas realidades, como lo son, sin duda, los frecuentes amagos discursivos y los pragmáticos giros de timón entre nuestros líderes que sólo pueden explicarse sobre la base de un conocimiento pluscuamperfecto de las tendencias y preferencias del electorado, examinado bajo múltiples perfiles y enfoques en tiempo real. Ellos ven lo que tú no ves y saben lo que tú no conoces, aunque no te lo pueden contar.

Corría el año 2008 (dónde estabais entonces) cuando Barack Obama consiguió su primera victoria electoral, momento en el que muchos celebraron que el primer Presidente afroamericano, convertido después en un eterno icono pop, empezase a utilizar perfiles obtenidos de gestión masiva de datos (big data) con fines de segmentación electoral.

Aquellos lodos inauguraron una era de pragmatismo partidista que nos ha deparado ciertas alegrías pero también no pocos sobresaltos, y cuyo epítome, al menos en la escena norteamericana, hay que atribuírselo a las malas artes de esa empresa tramposa llamada Cambridge Analytica y a las (presuntas) injerencias de rusos, bots y malware en las elecciones estadounidenses, que catapultaron a la fama a una generación de peligrosos listillos como Steve Bannon, Roger Stone y buena parte de la corte de los milagros orbitando alrededor del Rey Sol Donald Trump.

La reciente campaña del Brexit, magistralmente narrada en “Brexit, the Uncivil War” que nos muestra a un Benedict Cumberbatch en el rol del eurófobo estratega Dominic Cummings, ha sido el penúltimo albañal en el que la peor versión de ese maravilloso instrumento que es la tecnología se empleó, sin tasa, para confundir, contaminar y envilecer el debate público en el Reino Unido, con las consecuencias que ya conocemos y las que conoceremos en los próximos meses, cuando Boris Johnson termine de mostrar sus cartas marcadas.

Esta sociedad tecnologizada de la ira rampante y las fronteras recuperadas, de la manipulación y la interesada captura de datos vestida de experiencia de usuario y en la que no dudamos en aplicar en las redes sociales el filtro burbuja que hace que terminemos contactando e interactuando sólo con quienes piensan como nosotros, nos ha traído, también nuevos actores y liderazgos al mundo de la política, entre los que destacan los vociferantes populistas cargados de trucos, señuelos y soluciones (tan) sencillas para problemas (tan) complejos, que parece mentira que a nadie se les hubiera ocurrido antes.

En nuestros días, la irrupción de la tecnología digital, la experiencia de la democracia del tiempo real y las urgencias de la conectividad ubicua y personalizada que hacen que perdamos el oremus por ganar una raya de cobertura han transformado, también, la puesta en escena de la Comunicación Política, así como la entidad y contenido de los mensajes en los que liderazgo e imagen pública se combinan para generar un producto atractivo para el elector/espectador.

Esta realidad coincide, además, con el regreso de los populismos (si alguna vez se fueron) y la irrupción de las fake news, que han contribuido a excitar y recalentar el debate público hasta cotas desconocidas, alentadas por los últimos desarrollos de la Inteligencia Artificial que es capaz de poner en tu boca (y en la de los mandatarios globales) palabras y afirmaciones que nunca pronunciaste pero que la pantalla de tu móvil te devuelve con inquietante nitidez.

Si a estos antecedentes se les añade la conciencia de estar entrando en una era de la post-política, la anti-política y los híper-liderazgos, en la que a la pérdida de legitimidad y capacidad de intermediación de los partidos políticos, convertidos en monolíticas maquinarias electorales y terreno abonado para las servidumbres menos edificantes, se une la consolidación de una suerte de caudillismo soft alrededor de un personaje público carismático y regenerador, podemos pensar que nos asomamos a un horizonte de una política sin partidos, verdadera terra incognita para tantos de nosotros.

Trump, Bolsonaro o Salvini, o el mismo Macron, son sólo algunos de los maestros de ceremonias de esta nueva era de liderazgo político reconcentrado alrededor de un personaje carismático crecido en la periferia de las organizaciones partidistas, y muchas veces a costa de aquéllas.

 

Líderes de Plástico, Política de Instagram.

Con unos líderes públicos sometidos a la dictadura de la pose, la impostura y la simplificación del mensaje político en imágenes y textos de frase y media compartibles en perfiles digitales, se ha terminado de consolidar entre nosotros una nueva ejecutoria política post-partidista y sin intermediarios, superficialmente auténtica y generadora de hilos, relatos y productos narrativos pensados para su consumo masivo en redes sociales que necesita alimentarse permanentemente, como esos castores obligados a roer sin descanso la madera para evitar terminar mordiéndose con unos dientes incisivos que no paran de crecer nunca.

Esta era de la política espectacularizada nos trajo, igualmente, un Presidente Trump guapérrimo, unas veces naranja y otras, tantas, macarra, arrogante, y tan resistente a la crítica y los anuncios de su ocaso y fugacidad y a las amenazas de su impeachment como extraordinariamente hábil para sepultar los debates públicos importantes con recurrentes y estériles polémicas con origen en su incontinencia digital, para escándalo de teóricos de la  democracia representativa y solaz de esa parroquia de midwesterns que luce, sin empacho, el Make America Great Again en sus gorras y camisetas.

 

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Además, el escrutinio permanente de la acción de gobierno a través de herramientas de monitorización digital nos ha vuelto crecientemente implacables en nuestras reivindicaciones y exigencias a los poderes públicos, mostrándonos como actores notablemente críticos con la (pobre y esperable) ejecutoria de la política, en un momento como el actual, en el que al shock tecnológico global se une, por un lado, la desafección política generalizada y el deterioro general de la reputación y la valoración de las instituciones públicas, así como la crisis total de la idea de poder y autoridad (el poder des-intermediado) que contribuyen a deteriorar el suelo firme de nuestras democracias.

Llevamos años en los que a la maestría de los gestos en política, un verdadero arte al alcance de unos pocos, le ha sucedido la puesta en escena de la política como gesto permanente, al alcance de cualquier líder con perfil en redes sociales.

De las inevitables inauguraciones de obras públicas y visitas a mercados en los que fotografiarse, sin arrobo, entre los productos de nuestra huerta feraz y los abrazos a niños aterrados hemos pasado, casi sin darnos cuenta, a una campaña política permanente hecha de múltiples fragmentos de cotidianeidad, irrelevancia y hasta estudiada ñoñería de nuestros líderes (aquél perrito Lucas de Albert Rivera “que aun huele a leche”, sabrá perfectamente de qué hablo) o a la competición por ver quién luce mejor en mallitas de correr, quién monta mejor a caballo o quién, con el ocaso de fondo, es capaz de intercambiar confesiones con Jesús Calleja, convertido ya en un nuevo y atlético Pemán (aquel de “Mis conversaciones con gente importante”), dando carta de naturaleza a un sub-género de la entrevista en la que algunos de nuestros jóvenes mandatarios han alcanzado cotas de vergüenza ajena reseñables.

En este proceso constante de demolición de la solemnidad y el artefacto de la política, el lenguaje político, que no es exactamente la jerga con la que sus señorías se torturan en los debates en las Cortes Generales, sigue siendo un fundamento imprescindible de nuestros sistemas democráticos. Las frases hechas, la reproducción y explicitación de ritos y el recurso al argumentario convencional de la política representativa actúa, en no pocas ocasiones, como esos regordetes glóbulos blancos que pertrechados con una gorra y un manípulo acudían veloces a reducir a los gérmenes que se introducían en nuestro organismo, en la excelente explicación de esa mítica serie “Érase una vez el cuerpo humano” con la que crecimos tantos, y que ahora –siento daros el disgusto- cumple 50 años.

Inspirándonos en lo que el Marqués de Custine dijo sobre la Rusia zarista, podríamos afirmar que hoy, “la Política es un gran teatro, y en ella sólo hay actores”.

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Y estos actores necesitan un guión y un buen papel para sobrevivir a tanta superficialidad, competencia y abundancia de información, y esta es la razón del éxito (el real y el atribuido) a los spin doctors, a los asesores de los políticos (según a quien leas, mandan más que ellos, huelen a azufre y son capaces de adivinar el gordo de la Lotería meses antes de la Navidad) y de la búsqueda permanente de la comunicación política por hallar nuevos yacimientos narrativos que explotar, aun a sabiendas de la finitud del recurso y la caducidad de su vigencia.

El último, y tal vez, el más sólido y elástico, es el de las cuestiones vinculadas al cambio climático.

 

Los nuevos yacimientos narrativos del liderazgo político.

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Basta con sacar la cabeza por la ventana en pleno invierno para terminar de aceptar, sin histeria, que vivimos bajo la amenaza de una emergencia climática, que obliga a repensar, dicen cada vez más expertos, en nuestra dependencia del petróleo y sus derivados.

La agenda pública y la ejecutoria política han terminado por asumir esta realidad, y se reproducen como esporas las iniciativas gubernamentales, en todos los ámbitos en los que se organiza el poder político mundial, tendentes a enfrentar este cambio climático que nos tiene en mangas de camisa en el mes de febrero y a empezar a combatir una inercia civilizatoria que nos ha llevado a llenar de plástico todos los rincones de nuestro planeta.

En todo caso, y quizá, uno de los principales damnificados de la contaminación global por plástico sea el propio debate político, que se ha convertido en un verdadero océano de arrogancia, impostura y proyección de un nuevo liderazgo público trufado de nocivas e invisibles micro-partículas que lo desvirtúan, alterando sus propiedades primigenias.

En este panóptico digital contemporáneo, lo que se dice, lo que se muestra y lo que se comparte en redes sociales cede, en no pocas ocasiones ante el modo en cómo se cuenta y describe en las ágoras digitales, convertidas en verdaderas pasarelas para la proyección de estos nuevos liderazgos políticos que, de izquierda a derecha (de sus extremos al centro y de regreso) empiezan a reunir propiedades de maleabilidad, brillo y resistencia que antes sólo atribuíamos a los plásticos y sus derivados.

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Lo vimos hace unas semanas con objeto de la celebración de la COP25, esa concurrídisima Cumbre del Clima de Naciones Unidas que se gestó en Chile y fue desahuciada hacia Madrid, y a la que no faltó casi ningún líder público cargado de buenas intenciones para el Planeta.

Al margen de la necesaria reflexión y toma de conciencia y acción sobre las cuestiones de orden climático, que no sobran, la sostenibilidad, entendida como un recurso narrativo intangible ha pasado a consolidarse como uno de los atributos indispensables del nuevo Liderazgo político global, desbancando del frontispicio de tantos territorios e instituciones a otras tesis que han cedido al empuje del Green Leadership, aun a costa de simpáticos espectáculos de mudanza ideológica repentina entre nuestros mandatarios y de mucha política de plástico e Instagram..

El ecologismo, doctrina nacida como tesis incómoda entre grupos semi-clandestinos de izquierda, y asumido como discreto hilo musical por las fuerzas progresistas con opciones de gobernar, había venido sufriendo un proceso de envejecimiento y desgaste progresivo durante décadas, sin lograr influir de manera transversal en la agenda pública local y estatal, más allá de determinados lugares comunes y el impacto de vistosas acciones de guerrilla y activismo verde por las franquicias ecologistas, algunas de las cuales, como los asaltos de las lanchas de Greenpeace a los petroleros en alta mar permanecen en la memoria de todos.

En los últimos años, el creciente consenso científico y académico universal sobre la cuestión del cambio climático, los efectos aparentes y perceptibles de esta agitación climática en nuestro entorno (verdaderas tragedias en algunos lugares del Planeta), la autoconciencia de la necesidad de actuar, especialmente entre los más jóvenes (con derecho a voto, añado) y el impulso de los ODS (Objetivos de Desarrollo Sostenible de la ONU / SDG en inglés), – la que se considera la mejor estrategia política y de comunicación gestada en décadas en los despachos de esa ONU lejana y durmiente para tantos-, han dado paso a una nueva era en la que la esta idea transversal de sostenibilidad global ha sido asumida ya con creciente naturalidad por el espectro de la derecha moderada, en un proceso de enmarcado político (framing, para los educados en Oxford) que conoce pocos precedentes de un éxito tan universal.

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Lo Sostenible, lo sustentable, con la indispensable ayuda de Hollywood y la de los influencers digitales ha pasado a convertirse en parte esencial del relato político global, y ha situado al mundo, a “la gente” (ese “We, the People” de la intratable Greta Thumberg en Madrid) frente a una pléyade de tozudos negacionistas climáticos, encabezados por el exuberante Donald Trump y la nueva república global de populistas que asoma, sin complejos, cada día la patita entre nosotros.

Ya sea un ejercicio de honda preocupación y toma de conciencia definitiva sobre un estado de emergencia universal, o un perseguible producto del greenwashing más insustancial en boca de nuestros mandatarios, -de Jefes de Estado y Presidentes para abajo-, estos ODS, con su colorida llamada global a la acción han conseguido sumar a esta nueva Comunidad del Anillo (que exhibe el pin circular en la solapa) a otras escalas de poder más allá de la de los Gobiernos nacionales, invitando a la mesa del debate a empresas, ciudadanía, instituciones y, especialmente, a las Ciudades y a sus mandatarios, que han encontrado en esta cantera de la sostenibilidad y el riesgo climático un vector de proyección de los atributos de ese Nuevo Poder Urbano que desafía –aun con notable desigualdad de fuerzas- el statu quo de la Gobernanza mundial dominado desde hace siglos por los Estados-Nación.

Este nuevo liderazgo local, que surge, también, como una suerte de ágil y concertada contrarreforma frente a quienes dan por enterrado el multilateralismo global, vive un momento dulce, que se manifiesta con intensidad y estudiado impacto con ocasión de eventos como la citada COP25 de Madrid, legítima heredera (con perdón de las tres ediciones precedentes) de la incroyable COP21 de París, plagada de famosos y mensajes en 140 caracteres que abrió la espita de la conciencia institucional global sobre el clima.

Ahora es lo sostenible, pero antes, no hace tanto tiempo, fueron otros los recursos que ayudaron a tejer el relato del liderazgo de las Ciudades, los Alcaldes y ese desafiante Poder Urbano que se enseñorea entre Cumbre y Cumbre, poniendo de manifiesto la creciente importancia del Poder Blando o Soft-Power como recurso para la comunicación y la acción y recordándonos que, las historias, bien pensadas, escritas y contadas, siguen siendo parte esencial del discurso político y la ejecutoria del poder.

 

La cantera del nuevo Liderazgo Político se entrena en las Ciudades.

Quizá, una de las consecuencias más satisfactorias de la erosión de los códigos y protocolos que han sostenido el armazón y la arquitectura global del poder por la irrupción de la tecnología y la novedosa capacidad de conformar agendas públicas y escalables y de establecer vínculos entre la ciudadanía y los mandatarios haya sido la de la irrupción de una nueva generación de líderes venidos de la constelación de ciudades, dispuestos a organizarse y atender sus problemas específicos fuera de los canales subordinados y las ortodoxias institucionales que marcaban los estados (o las regiones con vocación de serlo).

Este proceso, acrecentado por la creciente atención mundial hacia el papel de las ciudades en el diseño, la proposición y ejecución de soluciones ante los retos del milenio (poblacionales, ambientales, económicos etc, todos de naturaleza eminentemente urbana) se ha reforzado con el reconocimiento universal de su capacidad para implementar políticas ágiles frente a estos desafíos, sin la pesadez, solemnidad y esfuerzo transaccional que se atribuye a la acción de los Estados-nación.

CITIES AHEAD JAN 2020

Al evidente fenómeno global de concentración poblacional en los entornos urbanos se ha unido en nuestros días el consenso sobre la residencia de buena parte de los retos que enfrenta nuestro planeta en el ámbito de la gestión pública y la ejecutoria política de las ciudades, que ha obligado a estas pequeñas repúblicas venecianas y a sus líderes a cooperar, concertarse y a competir entre ellas, dando carta de naturaleza a un nueva forma de ejercer y proyectar el liderazgo político, bajo nuevos enfoques y propiedades que traté de explicar y resumir en estas 10 Lecciones sobre Liderazgo Público que nos enseñan las Ciudades Globales.  

En este orden de cosas, la competición entre ciudades es un hecho que vemos todos los días. A medio camino entre la recurrente superficialidad, el artefacto kitsch y la genialidad reservada a los visionarios, un número creciente de urbes han impulsado procesos de reinvención total de su forma de estar (y parecer) en el mundo, explotando nuevos relatos y minerales narrativos para su proyección global – y la de sus líderes- a la vez que compiten con otros territorios por la relevancia, la influencia y un lugar preferente en el retablo iconográfico del siglo XXI.

La caracterización de los territorios como Ciudades Sostenibles, Inteligentes, Emprendedoras, Innovadoras o Habitables, asumida, en algunas ocasiones de modo tan entusiasta como impostado, es, además de un fenómeno creciente y global que afecta tanto a ‘politics’ como a ‘policies’, un recurso narrativo estratégico del nuevo poder urbano en su batalla por ganar peso e influencia en la arena internacional, a costa del tradicional poder de los Estados-Nación y un interesante testimonio de la emergente capacidad de las Ciudades de marcar y conformar la Agenda Pública internacional.

Quizá por ello no pocos autores preconizan el advenimiento de un ‘nuevo siglo de las ciudades’ y la aparición de una legión de defensores de la competencia y virtudes de los actores urbanos marcar y liderar la agenda global de una nueva Gobernanza más abierta, dinámica y cercana a los problemas de la ciudadanía.

Esta autoconciencia de su creciente poder e influencia ha llevado a las ciudades a promover numerosas arenas, espacios y plataformas de encuentro, interacción e intercambio de conocimiento y buenas prácticas entre líderes, diseñadores y ejecutores de políticas públicas que inciden sobre la realidad de las ciudades y un sector privado que crecientemente interesado en proponer soluciones (algunas cuasi mágicas) para los inveterados problemas de nuestros territorios, proceso en el cual, el endoso de algunas celebrities a su labor en una era de la política de Instagram ha ayudado a situar las cuestiones urbanas en un lugar relevante de la agenda global de los medios y la política, por mucho que a los circuitos más ortodoxos de la academia o de la política estas alianzas les resulten anómalas, inanes y peregrinas.

Asistimos, pues, en nuestros días, a un planteamiento generalizado de estrategias, de políticas públicas y de acciones de comunicación de las ciudades en el campo de la proyección exterior de sus activos intangibles y en el de la generación de nuevas narrativas urbanas que buscan dar reforzar la dimensión internacional de sus competencias, ejemplificado en la acción de muchas capitales que buscan consolidar (cuando no, inventar ex novo) una imagen de sí mismas que les permita codearse, en igualdad de armas, con otras ciudades que compiten por atraer atención, talento y recursos (humanos y financieros).

La discusión global sobre la capacidad de las ciudades para comunicar sus logros y proyectar sus atributos y el debate sobre la creciente influencia de las ciudades en la agenda global gana voces y contenido, al calor de las acciones desarrolladas por una generación de líderes urbanos que están rompiendo los moldes del statu quo definido durante décadas.

Hace unas semanas analizaba, como caso paradigmático de esta realidad, el del impulso por parte de los Alcaldes de Budapest, Bratislava, Varsovia y Praga, en diciembre de 2019, de una Liga de Ciudades Libres frente a la deriva populista de sus gobiernos nacionales, buscando puentearlos para acceder directamente a los fondos europeos y contrarrestar el nocivo efecto de determinadas políticas nacionales de corte populista o híper-nacionalista. El movimiento no es nuevo ni desconocido en nuestra historia reciente-ahí se inserta también la iniciativa de los U.S. Mayors de postularse frente a la decisión de Trump de que los EEUU abandonaran unilateralmente los acuerdos climáticos surgidos de la Cumbre de París,  pero sí lo es el hecho de que se dé en este bloque de ciudades del antiguo bloque comunista de la Europa Oriental.

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En todo caso, las ciudades, y en particular, aquellos actores que integran el Nuevo Poder Urbano (NPU), se saben interesantes a los ojos del mundo y son conscientes de su creciente papel como los agentes del cambio más cercanos a la ciudadanía asumiendo su lugar como la primera instancia social, política y administrativa en la que se libra la batalla frente a los desafíos de este milenio, declinados en clave de sostenibilidad, cambio climático, justicia distributiva, gobernanza, digitalización y automatización o atracción y retención del talento y las inversiones.

Lo urbano se reinventa, amplía su campo semántico y se organiza alrededor de un espectro de valores abiertos e integradores en los que la heterogeneidad y riqueza de las comunidades que integran las ciudades se constituye como contrapunto y antídoto frente al populismo rampante y bronco, abriendo una puerta a la esperanza en un futuro más amable para todos.

En este océano de superficialidad, plástico e impostura que todo lo contamina, la emergencia de una nueva forma de estar, cooperar, establecer agendas globales y liderar la política desde las ciudades es una excelente noticia, confirmando que el siglo XXI es, como lo fuera en la época del Renacimiento en Europa, un nuevo Siglo de las Ciudades, capaz de acoger en su seno nuevos liderazgos políticos, sociales y empresariales que desde lo urbano se materializan ante nuestros ojos con una mezcla de pragmatismo, habilidad e inteligente proyección de novedosos recursos narrativos alrededor de la propia idea del poder que contribuyen a ahormar un nuevo tipo de Gobernanza para el siglo XXI.

Es tiempo de no bajar la guardia. Como dijo Séneca, “una era construye ciudades. Una hora las destruye”.


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