LA REPÚBLICA GLOBAL DEL FRAUDE: LOS ESTRAGOS DE LA CORRUPCIÓN POLÍTICA E INSTITUCIONAL

An article by Pablo Sánchez Chillón, Lawyer, International Speaker, Strategy and Public Affairs Advisor and Urban Advocate. Pablo is the Director of Foro Global Territorio & GlobalGOV, the first Reputational Think Tank in Spain and coordinates #CMAP, Master on Political Communication and Public Affairs. Check out the work of Pablo as Chief Editor of Urban 360º. This article is published with the support of GlobalGOV & Foro Global Territorio.

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[Una primera versión reducida de este artículo fue publicada en la columna de opinión del autor en el Diario Alicante/Valencia Plaza]

Hoy no os hablaré de Políticos en Zapatillas. Celebramos estos días el día de la Corrupción y nos vamos a poner un poco más serios. Para ser más exactos, el día en el que Naciones Unidas –que parece tener una cosa para cada jornada- celebra la jornada internacional contra la Corrupción.

cj91m88nc2pvmyfxw5918wsw1-7-destroying-country.0.282.3507.4684.one-halfDesde luego, los datos globales que maneja la ONU son espeluznantes: cada año se paga el equivalente a un billón (con b) de dólares en sobornos, y un cálculo más bien conservador de un organismo (tozudamente conservador) como Naciones Unidas estima en 2’6 billones de dólares los recursos defraudados al sistema mediante las múltiples caras (y bolsillos) que adopta la corrupción en el mundo. Y si hablamos de corrupción, ciertamente la ONU la sufrió en sus carnes con el que hasta el año pasado (vid. infra) se consideró el mayor escándalo de corrupción del planeta, urdida en torno al infausto programa Petróleo por Alimentos para Iraq, y cuyos entresijos han sido amenamente descritos recientemente en el libro Diplomacia para Principiantes (Backstabbing for beginners… en inglés) de Michael Soussan, que preparó el guión para Hollywood sobre su edificante experiencia en la gran ola de la corrupción del organismo internacional.

En cualquier caso, y partiendo de estos cálculos de Naciones Unidas, podríamos convenir, para que nos entendamos, que si la Corrupción fuera un país, atesoraría el 5% del PIB mundial, casi al nivel de economías como la de Japón, por ejemplo, o tres veces más que España, sin ir más lejos. Por cierto, estos mismos estudios que miden el impacto de la corrupción en nuestras sociedades nos revelan, que los eventuales mandatarios y representantes de esta antiquísima República Global del Fraude visten traje de chaqueta y comparten código postal con muchos de nosotros, aunque esa es otra historia que, por grosera, no cabe hoy en este artículo.

Declinada en clave local, cercana, la corrupción, es, si cabe, más dolorosa y polémica.

Si resulta gratificante comprobar cómo todos compartimos una cómoda y firme opinión común de denuncia de esta corrupción de naturaleza casi africana que salpica los informes de los organismos internacionales (normalmente escucharéis aquello de “nosotros los demócratas…” como indispensable entradilla en boca de un orador comprometido contra esta lacra), esta armonía desaparece al analizar el alcance y las consecuencias de la propia corrupción política e institucional y especialmente, al investigar y denunciar las causas y origen de un fenómeno que se interpreta como si de una plaga bíblica se tratase.

Desde luego, y aunque los síntomas de la lacerante colusión entre los intereses del poder y los del dinero se han manifestado en todas partes, es cierto que, en algunos lugares, y por razones diversas, los estragos morales de la corrupción se presentaron como un endemismo, como un particularismo que marcó, manchándola, la agenda pública y con ella, el relato del territorio, de su economía y su sociedad.

odebrecht

Sin duda, y por poner un ejemplo que entenderemos todos, si en los últimos meses un affaire ha puesto en evidencia a buena parte de los gobiernos de América Latina, ese ha sido el escándalo de Odebrecht, verdadero tsunami de indecencia. El continente Odebrecht, nos mostró cómo una sola empresa,con la connivencia de mandatarios, servidores públicos y una caterva de intermediarios y conseguidores y la ayuda de un dinero que ha corrido con facilidad más allá de las fronteras físicas de una América que pugna por impulsar el libre comercio, puede subvertir el orden democrático de varios países e instituciones, enfrentando a la opinión pública a los estragos de la corrupción más grosera y pedestre. El escándalo político

Se estima que la constructura brasileña, que coordinaba este monumental sistema institucionalizado de coimas desde un departamento calificado acertadamente, como «sector de relaciones estratégicas» repartió hasta 788 millones de dólares para hacerse, a cambio, con unos 3.336 millones (llámalo inversión, no gasto), dando carta de naturaleza a «la mayor trama de soborno extranjero de la historia», según la calificó el Departamento de Justicia de Estados Unidos, que incoó la investigación contra esta piovra corrupta que se extendió, sin tasa, por Brasil, Panamá, Venezuela, República Dominicana, Ecuador, Argentina, Guatemala, Colombia, Perú y México.

Lo que no lograron unir los caudillos y libertadores criollos del XIX, lo unió Odebrecht, sin derramamiento de sangre.

Desde luego, en otra escala, y sin la tropicalidad como justificación, la corrupción política e institucional (al menos, la conocida ex post facto y la percibida por la ciudadanía) se ha dejado sentir en otros lugares, que aun luchan por sacudirse la enorme losa reputacional asociada a este contubernio entre (lo más bajo del) poder, el dinero y los negocios.

Así, no resultará ajeno este escenario a quienes lean estas líneas desde lugares como la Comunidad Valenciana, en España, epicentro de una fenomenología de la corrupción especialmente intensa y persistente, a decir de los sumarios judiciales y desde donde escribo este relato. Si en su novela Crematorio, Rafael Chirbes nos regaló un testimonio crudo y dolorosamente reconocible sobre la vía valenciana a la inmoralidad y a la escombrera ética con epicentro en la inolvidable Misent, en términos puramente económicos, la corrupción percibida, que no coincide exactamente con la real, ha hecho un daño enorme a los activos intangibles de nuestro territorio que aún hoy se deja sentir.

En efecto, a la erosión de la confianza global en nuestras instituciones, empresas y sociedad y a la hipoteca sobre su competitividad hasta niveles que desde algunas instancias estamos tratando de cuantificar con método, estómago y visión prospectiva, se añadió, sin capacidad de reacción, un colapso de la autoestima colectiva y una propensión a la melancolía que se han convertido en atributos recientes de la vecindad civil valenciana, más allá de los que tradicionalmente caracterizaron nuestra forma de ser y parecer.

En el plano puramente político e institucional, y con independencia de que nos situemos ante el desdén de los negacionistas de la corrupción vivida (que los sigue habiendo), o bajo las invectivas de aquellos que han hecho de la denuncia ad nauseam de la degradación moral de quienes les precedieron en el cargo el (alicorto) fundamento de su relato político, lo cierto y verdad es que la pérdida de confianza en las potencias colectivas del territorio o este ramalazo melancólico post traumático que nos dejó esta crisis moral sin precedentes se han convertido en cuestiones de naturaleza epidérmica para alicantinos, valencianos y castellonenses.

No en vano, la hipoteca colectiva de la corrupción es fácilmente detectable para el observador fino tanto en el titubeante relato de quienes hoy reivindican, desde las instituciones, mejores infraestructuras o financiación para nuestro territorio, como en quienes, desde el mundo del asociacionismo empresarial, por ejemplo, enmascaran su incapacidad de impulsar un proyecto común o compartido (que no es lo mismo) con recursos al ombliguismo más rancio y destructivo. Falla la confianza mutua, el respeto institucional y la solidaridad e ilusión vinculada a los proyectos comunes que despuntan hacia el futuro, imponiéndose una suerte de prudencia táctica, la retórica política de la venganza, cuando no la omertà de los que saben que deben callar. Un desastre.

corruption killsSi en los momentos dulces del Campismo a los valencianos nos gustó reconocernos –sin empacho- como un territorio anabolizado por el optimismo y les noves glòries que ofrecíamos a España, la ruidosa arribada de los tripartitos, cargados de una arrogante y ventajista urgencia histórica (nos sobran los motivos, que diría Sabina) nos descubrió, de repente, como habitantes de la zona cero del holocausto zombi de la corrupción, y eso no hay cuerpo ni sociedad medianamente normal que lo aguante.

Pero los estragos de la corrupción no acaban en el bocado al presupuesto público o en las incursiones contumaces en los Códigos Penales. La cosa es más grave y duradera, en términos de relato-país. Puestos a formular juicios políticos, el recuerdo permanente de la corrupción y de su paternidad se ha convertido en una recurrente y peligrosa herramienta para la comunicación política y el rédito electoral de algunas formaciones políticas, y que, hoy, pasado el ecuador del mandato político autonómico en España y en un país que se despierta en los estertores de la crisis económica, resulta tan perniciosa para nuestra sociedad como la ridícula actitud de quienes, desde el otro extremo del arco ideológico la niegan e ignoran, incapaces de pasar página y aun, tomo o biblioteca. El recuerdo de la corrupción ha generado un relato político tan taimado como efectivo en el corto plazo, que no puede convertirse en un vector de comunicación que impregne, perpetuamente y acaso enmascarándola, la acción (o inacción) de gobierno de los llamados ejecutivos del cambio. Tal vez tuviese razón el escritor Juan Goytisolo cuando en su obra «Pájaro que ensucia su propio nido» nos dijo aquello que en la sociedad en que vivimos, ‘se condena el retrato de una realidad mugrienta en vez de eliminar la mugre».

Más allá del fragor de la contienda partidista, o del ruido seductor y la unidimensionalidad discursiva de las redes sociales, algún observador imparcial diría que tal vez, y por razón de una losa reputacional ganada que parece seguir pesando mucho, a la Comunidad Valenciana le falta un relato creíble e ilusionante y, además, una capacidad real de influir en la agenda pública.

Superada la catarsis colectiva y el flagelo, esta necesidad de contar otras cosas, y de querernos un poquito más nos vendría muy bien como punto de partida de un proyecto común de futuro. Empecemos.


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