[Pablo Sánchez Chillón, Urban Planning Lawyer, International Speaker & Strategy and Public Affairs Advisor. Pablo is Co-founder of Sánchez Chillón Legal Advisors and Director of Foro Global Territorio. He works as a part-time advisor to the municipality of Alicante (Spain)]
“Hay que procurar conservar la amistad y benevolencia de los que gobiernan y ganar a las personas de autoridad con humildad, modestia y buenos oficios” (Ignacio de Loyola).

La Compañía de los 500 años.-
No lo leerás en muchos libros de management ni lo encontrarás entre los exuberantes casos de éxito corporativo que destripan las escuelas de negocio. Acaso no sea tendencia en Linkedin, ni tampoco un recurso narrativo manoseado por el penúltimo coach de moda. Descartado que sea, acaso, objeto de atención de la imperdible charla TED con la que tropieces próximamente en Youtube o que forme parte de una conversación entre Antiguos Alumnos, tal vez te convenga saber que en 1540, hace 482 años, nació una de las corporaciones más antiguas de cuantas nos rodean; la Societas Iesu, la Sociedad de Jesús, a.k.a., los Jesuitas.
Casi 500 años de existencia de una compañía sobria con el sello made in Spain, organizada funcional, jerárquica y territorialmente, con una misión y visión articuladas alrededor del principio fundante de “la salvación y perfección de los prójimos”(1540), que exhibe un objeto social heterogéneo, contenido en esa escritura de constitución (la Fórmula del Instituto) otorgada por los socios fundadores (Loyola, Laínez, Salmerón, Francisco Javier…) y que, como tantos proyectos corporativos, nació casi por accidente, un accidente de espada, plomo y mosquetón, de esos que cambian una vida, tantas vidas después.
Una institución con miles de participaciones sociales y accionistas repartidos por todo el mundo y que sin perder de vista su responsabilidad social corporativa, lleva siglos pivotando con éxito entre varios códigos de actividad CNAE como son la educación, la justicia social, las misiones, la producción intelectual o el apostolado.
Un proyecto nacido del ímpetu de un entrepreneur tardío, autodidacta e inclasificable, ese Ignacio de Loyola tocado por la inteligencia, la arrogancia y el arrojo del visionario y rayano en lo peligroso (fue tachado de herético e iluminado). Un pionero portador de una firme creencia en un modelo de negocio exportable y global urdido – pura resiliencia lo llaman ahora – entre los humores de la convalecencia de las graves heridas sufridas en el sitio de Pamplona de 1521, colofón de una primera parte de una vida necesitada de un reskilling forzoso, con un Ignacio que, a sus 49 años cumplidos en la fecha de la fundación de la orden, era ya talento senior en busca de una segunda oportunidad en las procelosas aguas de un siglo XVI tan convulso como interesante.
Un modelo de Compañía global que su fundador, desde el garaje de Loyola pudo diseñar y perfeccionar adaptándose después a distintos ecosistemas (Tierra Santa, Alcalá, París, Roma, América) hasta el lanzamiento de su producto mínimo viable, una plataforma religiosa que haciendo de la innovación renacentista su principal divisa, irrumpió en un mercado regulado para hacerlo saltar por los aires y conquistarlo, sin parecerse en nada a los operadores dominantes, para terminar convirtiéndose, años después, en un unicornio deslumbrante.
Una Compañía en suma, con delegaciones en decenas de países del mundo y organizada alrededor de un board – la Congregación General- que dirige, con carácter vitalicio, un Consejero Delegado, un CEO llamado Prepósito General, aunque ni este carácter presidencialista ni el atributo de perpetuidad hayan sido un obstáculo insalvable para que algunos de sus más egregios mandatarios – el luminoso Pedro Arrupe, por todos ellos -, hayan ejercido esa jefatura con humildad ejemplarizante y la hayan dejado, sin alharaca ni resistencia al cambio, tiempo antes de la hora legal del vencimiento de su mandato, enfrentando con sobriedad y disciplina la obsolescencia programada de su magistratura.
Una sociedad que cuenta con 15.306 empleados (2021), de marcado carácter presidencialista y ejecutivo, y que tiene, también, en la cúspide de su estructura de gobierno a un Presidente muy especial, residente en Roma, Plaza de San Pedro número 1, al que los Jesuitas – con esquemas asimilables a los adquiridos siglos después por las potentes corporaciones japonesas- juran fidelidad perpetua, con un voto exclusivo de obediencia que está en la clave de bóveda de su cultura de empresa .
Los Jesuitas, una compañía crecida y moldeada por las fuerzas del mercado, con un producto excelente y versátil y cuyos activos intangibles (propiedad intelectual, reputación, marca, confianza) constituyen una cuota sustantiva de su enorme valor de mercado. Una sociedad que inventó, siglos antes de acostumbrarnos al arrogante mohín que exhiben hoy tantos emprendedores digitales encantados de conocerse, un producto mínimo viable con el que los primeros Jesuitas se lanzaron a conquistar el mundo y que acompañaron, allá por el siglo XVI, con generosas dosis de storytelling corporativo, –ad maiorem Dei gloriam- que los llevó a interesarse, insinuarse y consolidarse como actores radicalmente influyentes en los centros de poder y decisión mundial.
La Societas Iesu, una corporación de milicianos papales cultos y preparados, sujeta, en un ciclo invariable de vaivenes y sacudidas sistémicas, a los arbitrios y las injerencias de la intervención pública y gubernamental y que ha sido laminada por las más severas cuestiones regulatorias (en forma de expulsiones, expropiaciones y cancelaciones de la hoja registral en la Inglaterra Isabelina, en la Francia de Luis XIV, en la España de la Ilustración, en el Portugal del Marqués de Pombal o en la Alemania de Bismarck y el Salvador de la guerra civil de los años 80 del pasado siglo…), sin que estos capítulos de sanciones, retorsiones gubernamentales o de pura y simple congelación de activos, nacionalizaciones, expropiaciones y expulsión de los mercados hayan impedido su regreso formal al sistema, para mayor gloria de Dios.
Una corporación que ha sido llevada a la quiebra técnica y la disolución muchas veces a lo largo de su historia, para terminar renaciendo y reencontrando su nicho de mercado, sin que sus acciones, su relato o su capital social y relacional hayan perdido atractivo para los inversores y stakeholders y sin que su vocación global, fundada en esa enseña de obediencia que los predispone a ser enviados inmediatamente allí donde el Papa estime que son necesarios y que los hizo pioneros de la evangelización en Asia y América, haya perdido un ápice de su lustre durante estos siglos.
Una sociedad, en suma, con unos cuadros directivos excelsos en la gestión de la influencia y la adaptación al medio (véanse como testimonio las trayectorias vitales de Francisco Javier, Diego de Pantoja o Pedro Arrupe entre tantos), versados en el ejercicio del consejo prudente al gobernante, la representación de intereses y las estrategias de Public Affairs, aunque muchas veces esta innata cualidad de sus cuadros de frecuentar y conducirse con brillantez, determinación y propio criterio entre los círculos del poder terrenal haya terminado por convertirse en un incómodo atributo para la orden y en la causa principal de su onerosa preterición en distintas épocas, ordenamientos y principados.
Los Jesuitas, una compañía que sigue centrada, como pocas, en la experiencia del usuario, en la validación permanente de su modelo de negocio y en la proyección de sus valores y su cultura corporativa al servicio de un emprendimiento de impacto con vocación global, cuya vigencia y pulsión entre sus miembros prueba, ajusta y valida regularmente a través del método catártico de los ejercicios espirituales ignacianos y que exhibe como atributo exclusivo de su naturaleza corporativa un vínculo inseparable entre la fe y la promoción de la justicia.
Una institución, con un acervo como pocos, que pronto cumplirá 500 años y cuya trayectoria, sin la vocación del tratadista, me dispongo a analizar en este artículo, perfilando su desempeño y la cultura de empresa que esgrime desde aquel lejano 27 de septiembre de 1540 en el que el Papa Pablo III emitió una bula reconociendo a la Compañía. Una corporación que es, sobre todo y desde su fundación, una verdadera sociedad, la Societas Iesu, la Compañía de Jesús.

Dos notas preliminares de contexto.
Llegados a este punto, y a modo de preámbulo, comparto algunas consideraciones alrededor de este artículo, tan distinto en su enfoque a los que le preceden en esta tribuna digital.
La primera de ellas, la razón concreta para escribirlo, fruto de la oportunidad y de la vocación divulgadora de su autor, aunque no pocas veces incurra, desoyendo a expertos y consejeros editoriales, en temáticas y formatos que poco o nada funcionan o interesan al lector común, en una época como la actual en la que a tanta gente se le pone cuesta arriba mantener la atención en una cosa, y especialmente en un texto muy poco mainstream. Qué le vamos a hacer, como La 2, para una minoría fiel y educada.
En cualquier caso, hace unos meses, estimulado por unos incipientes compromisos docentes con algunas instituciones universitarias de la Compañía de Jesús, hoy malbaratados o postergados finalmente por la pandemia de la que ya, guerra mediante, casi nadie se acuerda, empecé a profundizar, con la vista puesta en la preparación de unas notas y apuntes prácticos alrededor de la idea y la expresión del liderazgo de la Compañía, en la historia y el cursus honorum de la orden jesuítica y en el de la plétora de personas que, contagiadas del ímpetu, los valores y la audacia del vasco Iñigo de Loyola, hicieron grande y relevante a esa influyente orden religiosa transnacional que levantó la persiana a mediados del siglo XVI y que hoy preside el Padre Arturo Sosa, S.J.
El momento era oportuno: en mayo de 2021 se inauguraba Ignatius 500, el Año Ignaciano que los Jesuitas celebran para conmemorar el quinto centenario de una experiencia que transformó a Ignacio de Loyola para siempre, el aniversario de la herida sufrida por el entonces guerrero en Pamplona cinco siglos atrás, un cambio personal que marcó un antes y un después en su trayectoria vital y en la historia espiritual de occidente.
El relato de la transformación del soldado de Loyola en el ser de honda espiritualidad y determinación capaz de dar luz a una de las instituciones más importantes e influyentes de la historia de la humanidad es de sobra conocida: en 1521 el ejército francés invade Navarra y el caballero Íñigo de Loyola corre a la defensa de Pamplona, con la intención de pelear por ella hasta la muerte si fuera necesario. El 20 de mayo una bala de cañón le destroza la pierna derecha, hiriéndole también la izquierda; trasladado a la casa-torre familiar, es intervenido quirúrgicamente varias veces y a punto está de morir, pero los galenos consiguen salvarle la vida.
Su larga convalecencia la dedica a la lectura de libros que descansan en la biblioteca de la casa (algún día habrá que escribir sobre la función terapéutica de esas bibliotecas familiares que uno recibe y se limita a cuidar y agrandar, para luego entregarla a los que vienen por detrás). Volvamos a Loyola; caen en manos de Ignacio una historia de Cristo y un volumen de vidas de santos. Iñigo, el antaño guerrero total pasa días enteros dedicado a la lectura y va creciendo en él una idea: «Si esos hombres estaban hechos del mismo barro que yo, bien yo puedo hacer lo que ellos hicieron» . De ahí a lanzar su proyecto, en plena Reforma protestante, con unos pocos compañeros de viaje altamente comprometidos y motivados, hay un trecho relativamente corto y exitoso que implica que, a su muerte, la orden contara con casi un millar de miembros, y un siglo después, ya eran 13.000 los empleados de esa compañía multinacional global e influyente.
La segunda nota de contexto que acompaña estas reflexiones, acaso irrelevante, apunta a una serie de hitos autobiográficos que permitan entender el enfoque del artículo que hoy comparto.
En efecto, lejos de considerarme un Ignaciólogo o un experto en la Compañía, confieso que no partía de cero en este viaje por estos casi 500 años de ejecutoria jesuítica ni me acercaba, con la distancia y las cautelas del entomólogo, a las esencias y la fenomenología de la Compañía de Jesús.
Esa lejanía habría facilitado, tal vez, este trabajo de análisis y me habría ahorrado los titubeos con los que he terminado de entregar este texto al editor, interponiendo una cómoda distancia entre observador y observado, una vara y media entre el Alumni y su Alma Mater que habría puesto mas fácil las cosas al articulista, lo que al final resultó incompatible con mi extensa trayectoria como antiguo alumno jesuita. En efecto, llegados a este punto creo no errar al pensar que una parte sustantiva de mi carácter, los valores y acaso, mi manera de conducirme en la vida (con la que ando conforme y en paz) la tuve que adquirir estudiando la EGB y el bachillerato en centros de la Compañía de Jesús, primero, y con ocasión de mis estudios universitarios de Derecho en la Universidad Pontificia Comillas – ICADE de Madrid, después, mientras residía – dos tazas- en el Colegio Mayor Universitario Loyola de la capital de España («Somos los Loyolos…»).
Exhibiendo este discreto pedigrí y en este estado de cosas, una vez vencidos ciertos prejuicios que siempre me acompañan a la hora de ordenar y priorizar mi tiempo y mis lecturas, me animé a volver la vista a los estantes de las librerías de viejo, las decenas de webs y a la modesta biblioteca personal para recuperar la lectura, entre otras, de una obrita titulada “Heroic Leadership. Best Practices from a 450-year-old Company that changed the World”, de un Ex-Jesuita y exitoso ejecutivo de Wall Street llamado Chris Lowney, así como (varias) biografías de Ignacio de Loyola, de Pedro Arrupe o las de Agustín de Pantoja, Ignacio Ellacuría o Jorge Bergoglio y hasta las del cineasta Luis García Berlanga, el ex-banquero Mario Conde o el exuberante político manchego José Bono, por citar algunos de los más conocidos y heterodoxos antiguos alumnos españoles de la compañía que me hiciesen entender, a los ojos del liderazgo del siglo XXI, qué se enseña y se aprende entre los Jesuitas y cuánto de aquello termina por incorporarse a la propia vida y manera de entender y bregar con el mundo.
En este proceso de análisis, la historia de los Jesuitas y de su compromiso discreto, solvente y sustantivo con la formación y capacitación de líderes mundiales comprometidos con los valores y su visión del mundo ha terminado revelándose como una parte inescindible de su razón de ser y estar entre nosotros, como una suerte de obligación no eludible para la orden y sus miembros, manifestando el compromiso duradero y rocoso de la Compañía de Jesús con la excelencia frente a las adversidades, las tendencias y la fuerza de los elementos, también en nuestros días.
En el ámbito de la educación, la huella de la experiencia de Ignacio desde aquel año de 1521 en la pedagogía ignaciana es esencial, e invita a recorrer un camino de autoconocimiento que nos ayude a descubrir nuestra verdadera vocación y situarnos en el mundo, asumiendo, con naturalidad posiciones de liderazgo. No en vano, una de las peculiaridades de la Compañía de Jesús frente al resto de órdenes religiosas con las que convivió durante siglos fue aquella que ponía de manifiesto que todos los novicios eran formados para dirigir, para liderar y conducir, sobre la base teórica de que todo liderazgo empieza por saber dirigirse a sí mismo.
Creced y multiplicaos y llenad la tierra (Génesis 1:28).
Como un contrapunto oportuno frente a la obsolescencia programada que nos rodea, puede que esta longevidad, la permanencia de la orden jesuítica, su visión y su obra en nuestros días obedezca a causas y razones más relacionadas con la manera de ser y estar en el mundo que con el azar o la casualidad, encontrando su fuste en aquello que hoy se llama alegremente liderazgo y que la Compañía de Jesús perfeccionó durante siglos, asumiendo como una de sus armas más revolucionarias en este proceso la de incorporar a sus métodos, su bagaje y su acervo docente y divulgador las formas y tradiciones culturales de cada país. La experiencia pionera de personajes como Mateo Ricci en el exótico Pekín del siglo XVI es sólo una de las múltiples muestras de un liderazgo transformador basado en unas profundas convicciones junto a una prodigiosa e inteligente adaptación al medio.
Los Jesuitas. Una influyente empresa fundada y crecida hace casi cinco siglos sobre aquello que hoy las escuelas de negocios llaman los activos intangibles y el capital relacional y que entonces, en la Loyola del siglo XVI bien pudo llamarse tozuda visión, ardor guerrero o arrojo y audaz vocación de trascender lo cotidiano. Esta compañía, mucho antes de que las multinacionales norteamericanas nos enseñaran el camino de la globalización y la conquista de nuevos mercados y culturas, formaba a sus primeros empleados en la la vocación de servicio al cliente y la proyección global, exigiendo de ellos la máxima lealtad y obediencia (el tercer voto de los Jesuitas) al Papa y a la defensa de su poder y su obra en una Europa en la que las tesis defendidas por Ignacio de Loyola, un guerrero vasco que luego fue santo, empezaban a colisionar con el alumbramiento de los Estados-Nación y la consolidación del poder secular.
La Societas Iesu, la Compañía de Jesús. Una corporación que desde 1540, hora de su fundación por Ignacio de Loyola, y en el tiempo que mide la existencia de una generación, sin capital social desembolsado, sin prestigiosos MBA’s en su Consejo y sin un plan estratégico o de negocio empíricamente probado, llegó a ser la orden religiosa más influyente del mundo, un actor poderoso en una sociedad en transformación, motor de muchos cambios y profundas transiciones que, también, con el pasar de los siglos y como tantas obras humanas conoció la imperfección, la tacha, el escarnio público y su preterición como enemigo público de un status quo poco dispuesto a cambiar.
Una orden nueva, disciplinada y cohesionada, formada por impetuosos miembros cargados de una energía admirable, de una confianza personal sin parangón y una determinación sin tasa y convencidos de contar con la asistencia de la Divina Providencia, que llegaron a convertirse en consejeros áulicos del Emperador de la China Ming o del Shogun japonés, contándose entre las hazañas de los pioneros Jesuitas las de atravesar el Himalaya y alcanzar el Tibet, remontar las cabeceras del Nilo Azul en canoa o trazar el curso del Alto Missisipi, lo que no está nada mal para contextualizar el ímpetu viajero y errante de esta joven orden eclesiástica de milicianos papales.
Y todo ello lo hacían mientras consolidaban y extendían una red de educación superior global que les llevó, sin experiencia docente previa, a fundar 30 universidades en el curso de diez años, que alcanzaron, a finales del siglo XVIII la nada desdeñable cifra de 700 escuelas secundarias y centros universitarios repartidos por los 5 continentes. Una red de centros educativos que, ya desde 1545, y con el Colegio de Gandía (Valencia) como pionero mundial, empieza a admitir entre sus alumnos tanto a jóvenes religiosos como a escolares externos, y sobre todo, y esto es ciertamente relevante para la época y los usos de una sociedad tozudamente estamental, de los que no se excluye a nadie por su condición de humildad o pobreza, forjando generaciones de estudiantes a los que se enseña y educa en el Humanismo renacentista.
Una época que arranca en el siglo XVI y en la que se constata que uno de cada cinco europeos con acceso a la educación seguían cursos clásicos de enseñanza superior impartidos por la Compañía de Jesús, un corpus doctrinal y método de enseñanza que termina siendo informado para los siglos venideros con la publicación de la denominada Ratio Studiorum (Ratio atque Institutio Studiorum Societas Jesus), documento inspirado en el estilo y las señas ignacianas que concibe la educación como un programa de vida centrado en el conocimiento experiencial, el diálogo y la comunicación educativa entre maestros y estudiantes y que busca formar hombres libres, dignos, adaptables y perfectibles mediante el pleno desarrollo intelectual, moral y religioso. Esa fue la pócima mágica de la que bebieron, al calor de debates, trabajos en grupo y humores de bibliotecas fomentados por la Compañía, discípulos aventajados como esos Mateo de Ricci o Diego de Pantoja que terminaron convirtiéndose en consejeros del emperador de la China.
Cinco siglos después de aquel momento fundacional, esos centros e instituciones educativas fundadas por los Jesuitas superan hoy los 2000 en más de un centenar de países y los Jesuitas no han abandonado, en modo alguno, esa tarea de corresponsabilidad en la educación y formación de los líderes de la iglesia y de la sociedad, que implica que en nuestros días, una cuarta parte de los obispos actuales del mundo y la mitad de los cardenales que votaron en el cónclave papal más reciente hayan salido de entre los centenares de estudiantes que se preparan para ello en la Pontificia Universidad Gregoriana, el Pontificio Instituto Bíblico y el Pontificio Instituto Oriental.
La intensa red de canalización del conocimiento que establecieron los Jesuitas en aquellos años mágicos de la extensión hacia los confines del orbe de su presencia e influencia procuró intercambios dinámicos y fructíferos entre europeos, americanos y asiáticos, en campos tan diversos como las matemáticas y la astronomía, la geografía (Luis XV de Francia recibió el primer Atlas integral de la China elaborado por sacerdotes de la orden a instancia del emperador chino), la historia natural, la antropología o el uso y aplicación de sustancias y medicinas como la quinina (la denominada “corteza de los Jesuitas”) para mitigar y aplacar los efectos de las fiebres.
Durante aquellos años, los Jesuitas lucharon a brazo partido con problemas como la organización de equipos multinacionales y la armonización de su trabajo y necesidades, bregaron con cuestiones tan esenciales a su propia existencia como la motivación ejemplar de esos equipos o el mantenimiento de una cultura de empresa en entornos globales pero preparados para la acción rápida, el cambio y la adaptación estratégica.
Su nacimiento como organización coincide, como hoy, con la irrupción de numerosos cambios (tecnológicos y culturales) con la llegada de la imprenta, con la apertura de una discusión global sobre las cosmovisiones imperantes y hegemónicas (la reforma protestante) y con la era de los viajes de descubrimiento para la apertura de nuevos mercados y culturas. Ignacio de Loyola y sus colaboradores fundaron e hicieron crecer la Compañía en un mundo complejo que ya en 1540, y en apenas cincuenta años, había cambiado tanto como en los mil que les precedieron, lo que proyecta interesantes comparaciones con este momento de la humanidad, transido de novedades y sacudidas sistémicas sin parangón.
En fin, tras casi cinco siglos de existencia, y pese al imperio de las estrictas leyes darwinistas que rigen los designios de las grandes empresas y que, por citar un ejemplo, han permitido sólo a 16 de las grandes compañías norteamericanas existentes en 1900 sobrevivir en nuestros días, la Compañía de Jesús sigue viva e influyente entre nosotros, por causas y razones que conviene analizar y que proyectan una fiabilidad y resistente adaptabilidad al cambio digna de estudio, en un contexto mutable y plagado de enemigos íntimos tan relevantes y peligrosos como el Sr. Carvalho e Melo, Marqués de Pombal.
Los antagonistas: El Marqués de Pombal, el Primer Anti-Jesuita.
Es verdad que esa longevidad predicada de la Societas Iesu no equivale, en modo alguno, a la defensa de una perfección total o un cursus honorum sin tacha para la orden. Asumida esta premisa de la imperfección (tan propia de una institución humana regida y alentada por personas), el saldo y balance de la ejecutoria de la Compañía de Jesús es, sin duda, positivo, y sus logros en el campo de la educación son, sencillamente, excelentes.
En todo caso, los tropiezos de los Jesuitas -es pronto aun para analizar el impacto real de ese detestable, doloroso y vergonzante episodio de corrupción humana y sistémica alrededor de la pederastia protagonizado también por integrantes de la orden – han sido tan espectaculares como su capacidad histórica para granjearse admiradores, antagonistas y enemigos, hasta el punto de ser destinatarios de la primera campaña global de propaganda moderna con subsidio estatal para su supresión como orden religiosa, instada en el siglo XVIII por el portugués Sebastiao José de Carvalho e Melo, el todopoderoso Marqués de Pombal.

Pombal, la primera némesis de los Jesuitas, logró provocar, desde su despacho de Secretario de Estado del Rey José I de Portugal, una onda de rechazo que llegó a buena parte de las cancillerías europeas de la época, que acabaron por decretar la expulsión de los Jesuitas de sus Estados, convirtiéndolos en los parias más notables de ese Siglo de las Luces que cuestionaba tantos de los saberes y cosmovisiones precedentes y que daba luz a Monarquías Ilustradas crecidas en su trayectoria frente al antaño omnímodo poder Papal.
La sistemática y trabajada labor de Pombal contra la Compañía de Jesús, basada en una estrategia difamatoria en red (precursora de otras que se verifican en esta era de nodos digitales), y fundada en la extensión de rumores, de fake news, teorías nefandas y complots y conspiraciones fue un éxito diplomático, armado, en esencia, contra una orden religiosa tan independiente como poderosa y que entorpecía sus planes de gobierno coloniales y laminaba la expectativa portuguesa de pingües beneficios procedentes de ese Brasil de las reducciones gobernadas con audacia y creciente independencia por los misioneros de la Compañía, un episodio brillantemente documentado por la historiadora Christine Vogel en su interesante volumen “Guerra a los Jesuitas” (2017).
La estrategia pombalina culminó con esa primera expulsión de la orden de Portugal y sus territorios ultramarinos y con la verificación de un efecto contagio en Europa, al que se puso el broche de la preterición de la Compañía con la publicación en 1773, de la bula papal que suprimía la orden religiosa en todo el mundo (45 años tardó en reaparecer). Amados y detestados por igual, los Jesuitas tuvieron que huir de sus sedes, buscando refugio y protección en otros lugares menos hostiles. No en vano, John Adams, segundo Presidente de los Estados Unidos, compensando la sensación de molestia sobrevenida con la necesidad de coherencia narrativa de unos Estados Unidos surgidos frente a los dejes autoritarios de las metrópolis, se vio obligado a decirle a Thomas Jefferson, ante el aluvión de demandas de refugio de Jesuitas en su país, que “si hay congregación alguna de hombres que merezca la perdición aquí en la tierra o en los infiernos es la Compañía de Loyola, pero nuestro régimen de libertad religiosa tiene que darles asilo”. Cosas de los Founding Fathers estadounidenses, de las que tanto tenemos que aprender todavía.
La vía de la expulsión ultra limes de los Jesuitas que inaguró Pombal en el XVIII se convirtió, con el pasar de los años y con la recurrente e incómoda evocación de los peligros que representaba una orden global que estatutariamente sólo debía obediencia al Papa, en un recurso fácil en manos de las cancillerías y gabinetes de gobierno seculares, que la emplearon de manera profusa contra los Jesuitas y sus crecientes esferas de influencia pública, pese a la publicidad y coherencia de sus postulados docentes y forjadores de liderazgos para el mundo.
Formar a los mejores para el mundo: notas sobre los fundamentos del Liderazgo de los Jesuitas.
Así, esa Compañía de Jesús que formaba a sus educandos con criterios prácticos y flexibles “no todo conviene a todos y de la misma manera”, que apostó, desde bien temprano, por la necesidad de educar y capacitar a sus integrantes, es la misma que creyó (y cree) que el individuo da su mejor rendimiento en ambientes estimulantes, de carga positiva (en esos ambientes de “más amor que temor” que Loyola pedía a sus responsables en la Orden.
Bajo la premisa de “no formar a los mejores del mundo sino de formar a los mejores para el mundo”, la Compañía de Jesús pronto se convirtió en una institución que, recalcando el tono y objeto que alientan este artículo sobre experiencias corporativas centenarias, mantiene que todos somos líderes y que nuestra vida está llena de oportunidades para desarrollar y manifestar ese liderazgo, y no sólo en el ámbito de trabajo sino en la vida cotidiana, cuando enseñamos y aprendemos de los demás. la idea básica es que reforzando a los individuos se refuerza a la organización, y es ese modo de vida, ese modo de trabajar de los Jesuitas, el que proyecta esta dimensión del liderazgo de la que nunca se ha deshecho la Compañía de Jesús.
No resulta fácil trazar paralelismos entre sacerdotes del siglo XVI y nuestras sofisticadas organizaciones y las personas que las componen, pero aquel liderazgo, curtido en largas y penosas travesías hacia el Oriente, América y los territorios de ultramar, proyecta sus cualidades sobre el quehacer de nuestros días.
En este punto, y siguiendo las reflexiones de “Heroic Leadership. Best Practices from a 450-year-old Company that changed the World”, la obra del Ex-Jesuita y ejecutivo de Wall Street Chris Lowney a la que he aludido más arriba, más que plantearse la necesidad o conveniencia de teorizar sobre un “liderazgo” (algo más propio y privativo de estos tiempos de timelines que duran 5 minutos) o de procurarse un estilo o una ejecutoria aparatosa de su guía y comando, los primeros Jesuitas, en un ejercicio de contraculturalidad avant la lettre, centraron su esfuerzo en consolidar 4 valores auténticos que pasaron a integrar el fundamento de su principio de actuación y que siguen siendo la fórmula esencial para la formación de los líderes jesuitas.
* El conocimiento de sí mismo: como entendimiento de uno mismo, con la honestidad personal de reconocerse las propias fortalezas, pero sobre todo las debilidades, como fundamento para sostener una visión del mundo.
* El ingenio: entendido como la actitud innovadora permanente y confiada, con el compromiso y la actitud esforzada de adaptarse a un mundo cambiante y diverso.
* El amor: el respeto y cariño al prójimo y el fortalecimiento de una actitud positiva.
* El heroísmo: la proyección de la condición propia y la de sus pares con aspiraciones heroícas y elevadas.
A decir de los Jesuitas, el liderazgo es una actitud permanente en todos nosotros, que nace de adentro y determina quienes somos y qué hacemos, un proceso que acompaña de por vida al individuo, lo que contradice frontalmente (Lowney) el modelo jerárquico tradicional de las organizaciones empresariales, que distingue entre jefes, líderes con mando en plaza y sus seguidores o subordinados, desprovistos de la energía y el empuje necesario para aprovechar sus propias cualidades de guía o caudillaje.
Si liderar hoy supone, en esencia, trazar el rumbo, alinear a la gente, motivar e inspirar y provocar cambios y resultados, la verdadera revolución (y lo era también, en mayor medida, hace casi 500 años) es considerar que todos y durante todo el tiempo ejercen influencia (grande, pequeña, buena o mala) sobre la organización, preparados para ese momento único en el que las causas y azares sitúan al individuo en una de esas coyunturas que producen un cambio, una transformación que a veces es, también, un cambio profundo en el mundo, como el que sufrió el propio Iñigo de Loyola en su convalecencia de guerrero confinado. Un liderazgo definido, en suma, no sólo por la magnitud de la oportunidad que se nos presenta sino por la calidad de la respuesta que se está en disposición de ofrecer por ese líder o conjunto de líderes.
Es sintomático y bastante descriptivo de cuanto apunto el hecho de que los primeros Jesuitas se refiriesen, en un ejercicio de reconocimiento coral de una cosmovisión y forma de hacer las cosas y como orgullosos sentimiento de pertenencia, a “nuestro modo de proceder”, una brújula para la acción, una verdadera cultura de empresa que amparaba un comportamiento que nacía y discurría a lomos de la visión del mundo y las prioridades que compartían todos los miembros de la Compañía de Jesús y que ante las cambiantes circunstancias que enfrentaban en todo el orbe, les permitía adaptarse y flexibilizar su respuesta a las particularidades de la China imperial o el Japón de los shogun, sin perder la esencia ni la calidad de la reacción.
Según Lowney, son estos cuatro principios/valores los que alumbran ese liderazgo de y para los Jesuitas, que describo a continuación.
Primero.- Conocerse a sí mismo como fundamento para ordenar la propia vida.
Una de las peculiaridades de la Compañía de Jesús fue que todos los novicios eran formados para dirigir, sobre la base teórica de que todo liderazgo empieza por saber dirigirse a sí mismo.
Ese discernimiento, esa capacidad de ordenar la propia vida antes de pretender influir en la de los demás, comenzaba, en todo caso, con la exigencia de la autoconciencia, del forzoso y desabrido conocimiento de uno mismo a través de una serie de técnicas elaboradas y aplicadas ad hominem (y resumidas en los denominados “Ejercicios Espirituales”) en virtud de las cuales se atravesaba, en soledad, la puerta del autoconocimiento.
Así, separados durante un mes del trabajo, la comunidad, las amistades y la interacción con el mundo y las convenciones, los novicios se aplicaban, sin desfallecimiento, a la evaluación de sí mismos. Esta práctica de los Ejercicios Espirituales, aun en vigor, constituía per se, el culmen del proceso de entrenamiento y cualificación personal del aspirante a Jesuita, que contemplaba, igualmente, actuaciones más esforzadas y mundanas como mendigar el alimento y el hospedaje o efectuar largos peregrinajes sin prácticamente recursos o más compañía que la propia conciencia del novicio.
La máxima subyacente a este intenso proceso de introspección no era otra que la que afirma que sólo las personas que saben lo que quieren en la vida pueden buscarlo con energía, a la vez que sólo aquéllos que han identificado y encapsulado sus debilidades y defectos pueden llegar a superarlos. No puede uno dejar de evocar en este punto la trayectoria extraordinaria de uno de los Jesuitas contemporáneos más influyentes y determinantes del actual rumbo de la orden, el vasco Pedro de Arrupe, quien hizo de su vida un mosaico de las virtudes, los defectos y los avatares que han caracterizado a la Societas Iesu, ejerciendo un liderazgo transformador, casi oriental en su sobriedad y obediencia, aun en tiempos de notables incomodidades sistémicas planteadas por la actitud comprometida de los Jesuitas en Latinoamérica, que chocaba frontalmente con la cosmovisión vaticana encarnada por Pablo VI, Albino Luciani y Juan Pablo II, que nunca escondió su desdén y precauciones frente a la orden jesuítica.
En todo caso, esta toma de conciencia de uno mismo, practicada por Arrupe y tantos jesuitas es, en suma, un proceso inconcluso que nos acompaña toda la vida, y también, a veces, un doloroso ejercicio de evaluación, de ahí que la actitud de honesto y continuo aprendizaje y meditación diaria sobre la naturaleza y el impacto de las actividades de cada uno, fuera de los límites y muros que propiciaban los conventos y monasterios (la de los Jesuitas fue una orden itinerante que huyó del enclaustramiento abrazando el mundo en su complejidad) se convirtiese en piedra angular de la manera de ser y actuar, “nuestro modo de proceder” en ausencia de códigos de conducta o de manuales escritos que los compilasen.
Segundo.- El ingenio: todo el mundo será nuestro hogar.
Uno de los ideales de Ignacio de Loyola, que fundó la compañía con 49 años cumplidos (un anciano en la Europa del siglo XVI), era el de “vivir con un pie levantado”, siempre preparado para reaccionar y avanzar ante las oportunidades que se pudiesen producir.
Los primeros Jesuitas, como sus contemporáneos, vivieron inmersos en una época de cambios tremendos, marcados por el descubrimiento y colonización de nuevos mundos (el orbe conocido se triplicó en unas pocas décadas) y por el colapso de la hegemonía marcada durante siglos por la Iglesia Católica, que encontró en la Reforma Protestante, que como otras revoluciones más cercanas en la historia se sirvió de la tecnología (la imprenta) para incrementar su impacto y alcance, el desafío de una cosmovisión antagónica que hizo saltar los remaches de un sistema religioso, pero también de jerarquías e influencias políticas que se consideraba monolítico y eterno hasta un segundo antes de que Martín Lutero clavase sus Tesis en la puerta de la Iglesia de Wittemberg.
En los diez años que tardó en alumbrarse el Concilio de Trento, verdadera piedra miliar de la Contrarreforma a instancias de un Papado inmóvil e intransigente que condenaba las biblias en lenguas vernáculas, los Jesuitas, predicando el desapego a lugares y posesiones, y adaptándose a un mundo cambiante y elástico en sus confines y creencias, preparaban la traducción de las Escrituras al vietnamita, el tamil o el japonés, abriendo más de treinta universidades en todo el mundo a finales de la década de 1540. Esas vidas ejemplares de los Jesuitas itinerantes, los orientales, de Mateo de Ricci a Diego de Pantoja o el propio Pedro Arrupe entregados a la indispensable tarea de la aculturación y asimilación de los fundamentos y la cosmovisión asiáticas o la del trágicamente desaparecido Ignacio Ellacuría siglos después constituyen, en síntesis, referentes ejemplares para una compañía con cinco casi cinco siglos de antigüedad, que los exhibe como testimonio vivo de su cultura de empresa.
Tercero.- Con más amor que temor.
Uno de los principios de actuación de los “directivos” entre los primeros Jesuitas, inducido por el fundador, era el de “gobernar con todo el amor y modestia y caridad posibles”, de tal manera que quienes con ellos convivían crecieran en ambientes de “más amor que temor”, lo que contrasta con las enseñanzas de ese contemporáneo florentino de Ignacio de Loyola, Nicolás Maquiavelo, que aconsejaba a su Príncipe “ser temido mucho mejor que ser amado”.
En la razón de estas dos formas antagónicas de ejercer el magisterio y el liderazgo está, sin duda, la consideración de los demás desde la óptica de la desconfianza y la ingratitud maquiavelianas o como portadores de una singularidad y dignidad únicas, susceptibles de ser liberadas y potenciadas a ojos de unos Jesuitas seguros y resueltos de su misión en el mundo. Esta visión igualitaria y global con los demás, desplegada, por ejemplo, con los indígenas en las Reducciones del Paraguay y Argentina, aun a costa de enfrentarse al poder de la metrópoli y las necesidades fungibles de la Corona, provocaba la generación de entornos de respeto, confianza y estima fértiles para la lealtad y la realización personal, que con los años se han revelado de enorme potencial para quienes se han formado bajo sus predicamentos.
Cuarto.- Heroísmo y Magis: “despertar grandes deseos”.
Por último, son célebres aquellas palabras de Ignacio de Loyola animando a los Jesuitas de Ferrara para que “trataran de concebir grandes resoluciones y provocar deseos igualmente grandes”. La alineación de la propia carrera de la vida con una serie de objetivos y ambiciones heroicas, condensadas en la consigna del “magis” (más, en latín), la necesidad de alcanzar algo más grande cada vez, estaba en la base del modo de conducirse de los primeros Jesuitas constituyendo una de las razones para la creciente influencia y éxito de la Compañía de Jesús en el mundo.
Esta vocación de apuntar siempre más alto, de poner el esfuerzo total del colectivo al servicio de algo que era más grande que cualquiera de los individuos que lo componían, tan trillada después por gurús del liderazgo corporativo, constituía, igualmente, una de las fases y competencias adquiridas por los novicios de la orden, obligados a dar forma personalmente a las metas de todos apropiándose de ellas para ir más allá.
Es verdad que han transcurrido muchos siglos y que el mundo es otro muy distinto al que recorrieron Ignacio de Loyola y sus compañeros, pero las enseñanzas que consolidaron y sus postulados en torno al liderazgo personal y su dimensión social, sobre la vigencia de la lógica del servicio frente a la lógica del mérito, la clara vocación de servicio público y la corresponsabilidad con la sociedad en la que el líder Jesuita trabaja y se desempeña, están muy presentes hoy en la manera de actuar de la Compañía de Jesús, un testimonio vivo que bien puede conocerse en interesantes piezas como esta conversación (The Impact Dialogues) de hace unos meses entre el Director General de ESADE, Koldo Echebarría y el Padre Arturo Sosa, S.J. 31 Prepósito General de la Compañía de Jesús, en la que se incide sobre el papel de la educación superior y el valor de la pedagogía Jesuita en un contexto post covid-19.
En palabras de Ignacio de Loyola: “Alcanza la excelencia y compártela”.
Por cierto, tal día como hoy, en 1541, San Ignacio de Loyola era elegido primer General de la Compañía de Jesús.
Cultura de empresa. Cultura de Compañía: la Compañía de Jesús.
Gracias.
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Muy bueno como de costumbre 👏